¿Cree que no sé lo que está pensando, amigo? Mira el montón de arrugas y cirrosis que mueve la boca junto a usted y es incapaz de ocultar su desprecio debajo de esa falsa sonrisa piadosa. Y se siente diferente a mí, ¿verdad? Más alto, más joven, más hombre. Ni se le pasa por la cabeza acabar un día como yo, bebiéndome el alma a tragos largos como si fuese a encontrar un amigo de la infancia en el fondo de esta botella. Pues déjeme decirle que uno nunca puede estar tan seguro de sí mismo. La vida es esa puta que le guiña el ojo ahí al fondo: se le meterá en los pantalones para seducirle, pero tenga por seguro que le arrancará la picha si no le paga su precio. Usted ríase si quiere, no me importa. Invíteme a una copa y ríase.
Agradecido, jefe. Como le estaba diciendo, uno siempre piensa que es tan diosecillo que puede controlar su destino. No, no, no, olvídese. Si me lo permite, Dios sólo hay uno, y es todo un cabronazo. Míreme bien, mire más allá de estos ojos de humanidad dudosa. A lo mejor, descubre que no somos tan distintos. También tengo un pasado, ¿sabe? O... lo tenía antes de olvidarme dónde lo dejé. Ojalá me hubiera visto entonces, cuando aún rascaba pelo y la sangre no se peleaba con el alcohol en mis venas por encontrar un sitio. ¡Ah, muchacho! El más rumboso del pueblo, créaselo. Acunaba a las chavalas en el bíceps de mi brazo, caminaba tan ligero que los zapatos nunca se me manchaban con el polvo del suelo. Hasta las paredes se enamoraban de mi sombra y los espejos lloraban por tener que desprenderse de mi reflejo cuando me marchaba. Ahora, mi cuenta corriente más que números rojos tiene números bolcheviques, y de no ver moneda ya me olvidé de la cara del rey, pero por entonces la cartera me abultaba dentro del abrigo como si llevara el corazón fuera del pecho.
Es usted demasiado joven y me apuesto... No... no apuesto. Imagino que anda de paso y no es de por aquí. Así que mencionarle a don Genaro Moreira no le dirá nada. Pues le aseguro que en aquellos tiempos, sólo escuchar su nombre le habría vuelto del revés esa sonrisa que exhibe de gallo encopetado.
Don Genaro controlaba el contrabando de toda la ría. Tabaco, nada de esas mierdas que se meten ahora los yuppies como usted. Y yo era su hombre de confianza, sí señor. Cualquier problema, allí estaba para solucionárselo. A los de Aduanas los sobaba yo con billetes que alfombrarían un campo de golf, yo decidía qué noches se hacían las descargas y yo organizaba los camiones, que hasta más allá de los Pirineos iban algunos. Y, bueno, que si era preciso enseñar respeto (inevitable a veces, ya comprende), no me importaba encabezar la cuadrilla. Desde la primera, nunca hice ascos a eso de hacer sonreír gargantas, era parte del oficio, qué quiere que le diga. Si no te imponías se te podían subir a las orejas. Además, reconozco que era de los que le buscan el pelo al huevo, y ya no hablo de la faena mandada. Pobre del que me soplase, que entonces mis puños podían hundir bateas. Porque eso sí, tenía que cumplir para con el negocio, pero nunca tiré de navaja al divertirme. Una cosa es ser fajador y otra mala persona, y además, que tampoco es que me hiciera mucha falta el hierro. No es mentir si digo que a más de uno lo infarté sólo de mirarlo, que se olvidaba de respirar por la impresión y se moría allí mismo. Hubo alguien que me quiso aguantar tanto la mirada que los ojos se le cayeron como canicas. Nosotros nos marchamos y lo dejamos allí de pie, tozudo, mirando el aire con las cuencas vacías. Era un tipo duro; estúpido pero duro.
Usted sigue riéndose, y es una pena que no quede nadie de los que por entonces andábamos, para que le dijeran. O se han muerto, o se han echado a perder como yo. Cada uno por su debilidad. La mía fue Rosiña...
Ya no nacen mujeres como ella. El ritmo de sus caderas era una sinfonía, su boca la serpiente reencarnada. Si te miraba al sesgo, te temblaban las canillas; si al frente, lo que se te estremecía era el alma. Bien lucida, las carnes gozosas, los pechos como dos madres acogedoras. Su piel tenía el sonrojo natural de lo sano y joven, tan suave como un murmullo.
La primera vez que me la encontré fue en la cascada de Caldas. No vea qué competición: el río musiqueando entre las rocas contra sus lágrimas de fado. Porque los Da Silva eran de Valença de toda la vida, en la frontera, aunque ella naciera aquí en Carril con los padres ya emigrados. Oírle la voz era como imaginar a la Virgen de moza soltera, que es de suponer que también cantaría cuando llevase el jarro a la fuente, digo yo. Así de piedra me quedé detrás de un carballo, escuchándola, tal cual un pasmarote y que ya se podía aparecer un encanto que ni me iba a enterar. Dos meses anduve rondándola sin atreverme ni a saludarla, y que hasta las ganas de otras mujeres se me pasaron. Me decían los amigos que andaba apapostiado, mire, que el amor cría la tontería y el mío era para traer trillizas. Y bueno, al final la tomé de novia en la verbena por Santiago Apóstol, pero a escondidas, que el padre era más bruto que la chepa de un buey y no era cuestión de enfrentármelo, que la Rosiña era mujer de costumbres, apegada a la familia como carracho al perro. Recuerdo que me costó mil te quieros, ya de novios, conseguir que bajara a la hierba, allá en monte Xiabre fue. ¡Carallo!, como para olvidarlo. Algo de fuerza hubo que hacer, no le niego, pero eso fue sólo la primera vez. Luego bien que me buscaba para irnos a la tomada de atrás de la casa del cura. Una fiera mi niña, le agarró el gusto y no vea qué delicia.
Los problemas empezaron, claro, cuando el señor Da Silva se acabó enterando, que como la bestia que era tenía buen instinto y olía las vergüenzas como una raposa a las gallinas. Resultó, ¡suerte la mía!, que el malnacido era uña y carne con don Genaro Moreira, por lo que imagínese cómo me fue la cosa. Me llamó el patrón y me dijo (me ordenó) que olvidase a la Rosiña. Me contó también que su padre la iba a mandar de vuelta a Portugal con unos parientes, en acabar el mes. Ya le he dicho que la palabra de don Genaro Moreira era misa y comunión por estos lares, así que me propuse desenconarme. Pero Rosiña era mucha mujer que olvidar. ¡Vaya si lo era!
Con la luna nueva nos escapamos en el Simca a la casa de los Guixáns, unos primos que tengo yo por el Bierzo. Pero, ¡ay, arroutada juventud!, se me ocurrió de paso llevarme unos fajos que el patrón me diera para amantecar a la Benemérita. Mire usted, estos tres que me faltan en la mano con un fouciño me los arrancaron el Tucho y el Cachopo cuando nos encontraron. Y porque eran amigos, que otra cosa tenían mandado cortarme. Se llevaron a mi Rosiña y no la he vuelto a ver, compañero, ¿y quién levanta cabeza cuando se pierde a una reina? Un cuerpo con el corazón roto es como una gamela sin remos; como una noche sin grillos, si me permite la cursilada.
Desde entonces fue que empecé a dejar de ser hombre, a empapar de alcohol los huecos vacíos que me quedaron por dentro. En cuanto pude me embarqué para el Gran Sol a intentar que el mar me trajera o la muerte o el olvido. Pero ni lo uno ni lo otro, oiga, acabé más podrido que el tronco de un piñeiro muerto. Pero vivo. Lamentablemente... vivo. Aunque vaya, según a qué llamemos vida. ¿Usted diría que éste que le habla está vivo? Yo ya lo empiezo a dudar. Tal vez en verdad ya me morí, a lo mejor usted que no dice palabra ni siquiera me escucha, y yo aquí hablando conmigo mismo, estaría bueno, ¿eh?
Vaya, tenía que contestar ahora que me había hecho ilusiones. Si me invita a la última igual me hace un favor y exploto de una vez... ¿Cómo? ¿Que cuántas llevo? Pues no le sé, amigo, pero ya decía mi abuelo que hay tres tipos de hombres: los que no beben y saben contar, y los que beben y no saben contar. |