En aquella húmeda noche de invierno sólo la soledad envolvente de las calles de Santiago fue testigo del último suspiro de González. Todos dormían cuando él se dirigía con paso lastimero al viejo edificio abandonado. Nadie lo oyó subir hasta el último piso gritando de rabia y llorando. Se sentó en el suelo retorciéndose de dolor y tristeza. No recibió frase de consuelo ni una mano amiga, sólo un silencio tan inmenso como aquel vacío que sentía en su pecho. No había consuelo. No había forma de disipar la tormenta que había dejado en él la muerte de su amada. Ya nadie podía ayudarlo, tal vez, porque nadie lo había intentado. Sólo la muerte se presentó ante él, humilde y sincera, tendiéndole una cálida mano. González sintió frío. En su frente, la transpiración lavaba su piel afiebrada. Una pistola sostenida en su mano prometía con devolverle la anhelada paz. No sintió temor, sólo una llama punzante atravezándole el pecho. Pensó que, de una extraña manera, ya no sufría más y antes de caer al suelo un último respiro resonó en las gélidas paredes de la habitación.

Un golpe secó resonó en el vecindario. Algunos despertaron extrañados para luego volver a sumirse en un plácido sueño, aunque al contrario de González, ellos si despertarían a la mañana siguiente.