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Este cuento es apto solamente para mayores de mente abierta

Era cuestión de tiempo, el cielo estaba cerrado, oscuridad nocturna en plena tarde. La lluvia rítmica golpeaba el deteriorado tejado de la habitación de paredes muertas.

Las luces de catorce breves velitas avanzaban por la puerta de madera vieja rompiendo la oscuridad; detrás de ellas, una coral destemplada cantaba: apaguen la luz, no queremos luz esta nochecita, que en la oscuridad se ve más bonita... ya queremos luz, ya queremos luz, ya queremos verte... y al tiempo una mano envejecida accionaba el interruptor que encendió la bombilla de sesenta vatios que iluminaba la habitación, revelando un adolescente de cabellos dorados y puntiagudos, de ojos azulados y mirada profunda que parecía perderse en pensamientos lejanos, postrado en una cama doble que semejaba un tálamo nupcial, vestido con una pijama de barquitos que lo regresaba a la infancia que quería dejar atrás.

Ya se lo esperaba; año tras año su madre había tratado de sorprenderlo con la misma sorpresa, así son las madres: un poco ingenuas, cándidas y todo amor para sus hijos. Esta vez el muchacho no estaba dispuesto a fingir una sonrisa, mucho menos estupor, hacía tres días había hecho su salida triunfal número quién sabe cuanto del maldito quirófano, aun podía sentir la anestesia correr por sus venas, el escalpelo que rebanar su carne; pero, qué es eso comparado con tener que estar un mes amarrado a una cama: Nada. Quisiera desaparecer, quisiera hacerse invisible.

El tráfico de la procesión no se detenía, la torta cargada por la madre avanzaba lenta hasta el “Mono”, escoltada por la abuela, dos tías solteronas, los primitos traviesos y al final, nosotros, los amigos de siempre. Como por reacción espontánea el “Mono” se sentó en su cama apoyado sobre tres cojines, mientras la madre colocaba la torta sobre las piernas del niño que se estaba haciendo hombre.

Las palmas tronando eran el preámbulo para la segunda canción de la serenata, y sonaba como desde un pozo: cumpleaños feliz, te deseamos a ti, feliz cumpleaños Mono, que los cumplas feliz...

Mijo, pida un deseo y apague las velitas- dijo su madre entre palmadas cortadas -.

Con la mirada fija en las catorce velitas encendidas, y todos como espectadores silenciosos de una partida de ajedrez, la mente del Mono se hundió en un espiral de recuerdos, deseos, esperanzas, dolores, angustias, desesperaciones y mil sentimientos más a los que aun no les ponen nombres. Como una bomba de tiempo, desde las vísceras del adolescente reventó un gemido fonético que gritó: ¡ Ábranse!, y que espontáneamente impulsó el pastel al infierno.

El estrépito de la catarsis enfrió todas las emociones de los oferentes, el rostro de la madre se desfiguró como en espejo roto, y atravesando el silencio funesto que penetraba todos los rincones, en fracción de segundos los invitados abandonaron la habitación, dejando los regalos esparcidos en el espacio. Los regalos eran baratos y costosos, feos y bonitos, pero el regalo que esperaba no llegó, los cambiaría todos por un pie nuevo, sano que lo dejará ser libre, ser joven, vivir la vida, que no lo amarrara a una cama cuando a la naturaleza le diera la gana.

A la salida la madre cerró la puerta de madera vieja y se llevó consigo confusión y un alma destrozada. A pesar de que la vida la ha adiestrado para sufrir, el desprecio de su hijo la desangró desde dentro.

En la habitación quedó el mono pálido, petrificado, incapaz de relacionar sus pensamientos, sin lagrimas para derramar, sin palabras para pronunciar. Los segundos se hacían eternos, el tiempo no se movilizaba, el adolescente estaba suspendido en una dimensión atemporal.

Afuera, en el patio central colonial de la casa vieja, la madre rompió en llanto en presencia de los amigos de siempre, los muchachos escuchaban pero no atinaban a mediar palabra, no sabíamos qué sentir, ni qué pensar, ni qué hacer.

- Quique, vaya usted mijo y habla con el niño, usted es el mejor amigo...él le hace caso...

El corazón también tiene voz y su voz es siempre sincera, más aun si brota del corazón lastimado de una madre que parece perder las esperanzas. Esto lo comprendió Enrique, quien al instante emprendió el retorno al habitáculo del siniestro.

-quiubo, se puede?,- con timidez asomándose por la puerta entre abierta preguntó el mejor amigo. Desde dentro una voz temblorosa y desconocida exhalaba casi al tiempo un “sí”. Volteado y con la mirada fija en la ventana que dejaba medio entrar los haces luminosos del sol poniente, encontró Quique a Cristian.

Casi intuitivamente Enrique se sentó en la cama a lo que el Mono respondió girando hacia él, los ojos del joven se encontraban encubiertos bajo una espesa niebla de lágrimas ansiosas por ser libres y retenidas sólo por la dureza que el joven quería aparentar, al cruzar sus miradas la voluntad del Mono fue vencida y todo su ser se tornó en un llanto descontrolado. El impulso inmediato de Quique fue abrazar a su amigo, pero... los hombres no abrazan otros hombres... se cruzaba por su mente a toda velocidad, sin embargo, y mientras buscaba mil excusas se vió sujeto fuertemente a su amigo, que humedecía con su llanto la camisa dominguera de cuadritos que le regaló Natalia cuando cumplieron seis meses de idilio.

El encuentro de dos cuerpos en ebullición y de dos espíritus confusos, que eran agua y aceite, exploró los más álgidos y escondidos misterios de la naturaleza humana, de la naturaleza cambiante y reactiva de los muchachos que buscan su destino, que luchan como gladiadores cansadas batallas, especialmente contra su mismidad.

Las manos del uno y del otro se fueron deslizando temblorosas por sus cuerpos, sin atreverse a cruzar sus miradas se entregaron al sin sentido de las ansiedades juveniles. Las manos de Quique apretaban con fortaleza, en una mezcla desequilibrada de pasión y odio, la virilidad que apenas maduraba de su amigo de la infancia, mientras éste recorría con sus labios el cuello ardiente del amigo. En el punto más alto de ebullición cuando se masajeaban armónica pero desesperadamente sus penes, un stop, no planeado pero necesario, interrumpió el juego de erotismo que embrujaba las existencias de los jóvenes. Con la velocidad de un atleta; Quique se lanzó sobre la puerta vieja de madera para sellarla con todas las guardas y esconder tras ella el pecado que compartía vertiginosamente con su amigo; al momento de tirarla y cuando soñaba coronar la meta de la carrera, el pie de la madre se cruzó entre la puerta y la aventura juvenil para interrogar la joven. – quiubo, mijo... cómo va con el niño- con los colores del páramo desdibujados de su cuero, empalidecido como una hoja de papel nuevo, pudo, reponiéndose y con el cuerpo semi desnudo escondido detrás de la puerta, tartamudear- bien...si señora aunque está muy triste, déjenos otro ratico y verá -.

La mujer desistió ante la premura con la que el joven le hablaba, retiró el estorbo de la puerta y permitió el ajuste de la anticuada cerradura.

La burbuja que atrapaba las almas encendidas de los jóvenes fue rota por la irrupción de la madre, tan rápido como se encontraron con los corazones desnudos se vieron descubiertos y silenciosamente avergonzados; en la cama el Mono cual feto en formación se encontraba envuelto entre sus cobijas, volteado y con los ojos fijos en el suelo, el mejor amigo entendió el mensaje entramado que Cristian le daba.

Enrique salió de la habitación, como un fantasma desapareció de entre las paredes blancas, cruzó el patio en el que sólo se hallaba la anciana abuela haciendo el riego nocturno de sus helechos silvestres, alcanzó la puerta por el corredor sin fondo y sin dejar rastro tomó camino por la empinada pendiente. Natalia y los otros ya se habían ido, pero qué importaba, si al fin de cuentas a él, en ese momento, sólo le preocupaba su breve marasmo de pasión con el amigo de la infancia.

Sus pasos fueron largos como nunca, sus zancadas alcanzaban tramos insospechados, giraba por una esquina, tomaba otra, a la derecha, a la izquierda hasta que el cuerpo cansado se resistió a dar un paso más; su único apoyo: una pared sucia iluminada por una farola vieja de una calle desierta.

Agitado, sudoroso, tomó un respiro profundo buscando, tal vez, absorber del aire respuestas, razones, justificaciones para explicar la escena porno- gay que había protagonizado (así lo pensaba él).

No era eso lo que su madre, su padre y su abuela le habían inculcado, todos tan católicos, tan creyentes, tan ortodoxos, no podrían aceptar a un hijo marica en la familia; además Natalia, qué iba a pensar: que no era tan hombre como creía... y ni que decir de las burlas de los amigos, y eso de los que le quedaran, porque muchos le darían la espalda. Definitivamente esto era algo que no se podía revelar ni a su confesor, debía ser un secreto de los dos (suyo y de su fortuito amante) para siempre.

Muchos pensamientos más asaltaban la mente del muchacho, ya salido del trance retomó el camino hacia su casa, un poco más sosegado. Entró a la humilde vivienda de paredes inconclusas, pasó por la sala desconociendo a su padre que veía las noticias de las siete y se metió a la pieza que compartía con su hermano, la madre que sintió sus pasos detuvo en la cocina el pique de la cebolla y fue a llamarlo – Mijo, ¿no tiene hambre?... va a comer- no ma’ no quiero nada- respondió desdeñoso el muchacho.

La madre entendió que el joven definitivamente ansiaba la soledad y sabiamente lo dejó en la habitación. Tal como llegó y se lanzó en su cama, así, entre pensamientos y recuerdos intranquilizantes entregó Enrique su existencia al sueño, con la esperanza de despertar y percatarse de que todo había sido una pesadilla.

Texto agregado el 12-07-2005, y leído por 596 visitantes. (0 votos)


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