Llegué a San Julián, subrepticiamente, a las tres de la madrugada en un ómnibus que me traía desde Río Gallegos. Tenía un asiento de ventanilla, pero todo lo que pude ver en el viaje fue mi cara reflejada en el vidrio, inquieta, nerviosa. No era para menos, volvía a mi pueblo después de varias décadas de ausencia, viajando en el espacio y en el tiempo.
Ya había tenido el aperitivo cuando el micro se detuvo en Comandante Piedrabuena. Descendí y entré a un bar a tomar una cerveza en la barra. A un lado tenía un chileno mal entrazado, muy en copas, que daba color local al boliche. Del otro, a un señor mayor de Buenos Aires, que se había ido a vivir allá con su hija y yerno. Charlé con ambos de buena gana porque en realidad me iba de boca por contar que estaba volviendo a mi tierra natal.
Arribado a mi pueblo, me alojé en un hotel cercano a la Terminal de Ómnibus, en la loma. Algunos amigos ya me habían adelantado que la vida activa del pueblo se había trasladado de la costa a la parte alta. Era muy tarde, tenía frío y sueño, pero pude atisbar la gran avenida sorprendentemente iluminada, deslizándose suavemente hacía la negrura del mar.
Alrededor de la nueve, el sol me sacó de la cama, era un día espléndido de primavera. Me bañé, me vestí, desayuné, tomé un sobre grande de papel madera en el que guardaba fotos ampliadas del San Julián de mi niñez y con la cámara fotográfica colgada del hombro comencé a desandar los años por la calle ancha hacia abajo, emocionado, ansioso. El pavimento de la avenida desmentía mis añoranzas de pedregullo, pero el aire me era fiel y allá en el fondo, la bahía azul resplandecía.
Caminaba por el boulevard ávido de casas y caras conocidas. Pero no, era un San Julián nuevo, en “tecnicolor”, y yo lo recordaba en blanco y negro porque así eran las fotografías que había mirado y remirado durante años. Todo había cambiado, y mucho.
Desenfundé mi cámara y enfoqué el salón de La Española, frente a la cual, alguien había emplazado una curiosa carreta ornamental como esas que se ven en los lugares muy turísticos. Fue entonces, creo, cuando comenzaron a aparecer los fantasmas.
Desapareció la carreta y oscureció. El pasodoble resonó en la noche estrellada y un bullicio de gritos, serpentinas, papel picado y lanzaperfumes estalló en el carnaval de La Española. La gente puerteaba en familia y los disfrazados, impostando la voz, saludaban al pasar. El Yayo Gula pedaleó su bici bajando hacia lo de Bardeci y el doctor Nieto, prolijamente trajeado y engominado a la cachetada, estacionó su Dodge gris.
El viento con olor a polvo y a mar me golpeó el pecho y resucitó una pena profunda. Bajé la cámara y el mundo volvió a ser una colorida postal turística. Me pregunté, ¿Estoy realmente en San Julián?
El Sportman estaba desierto, mis fotos antiguas desparramadas sobre el mostrador. Del otro lado, un hombre joven, actual dueño de la vieja confitería y bar, las miraba y me miraba con curiosidad.
Un tipo que vuelve después de tantos años a su pueblo no dejaba de ser una novedad. Como le había dicho mi apellido, surgió el parentesco con mi primo Néstor. Parecía preocupado porque éste había dejado de ir. No era para menos, el mío era el tercer café que despachaba ya cerca de mediodía
Yo trataba de ocultar mi decepción. Había mirado desde afuera el edificio ruinoso, la puerta de madera despintada bajo un cartel desteñido que rezaba SPORTMAN Restaurante, enmarcado por la calle Mitre asfaltada y desolada que trepaba hacia la loma desganada, como de compromiso. Precisamente a esa hora, la recordaba plena de actividad, llena de gente entrando y saliendo de bares y negocios. Lo sabía muy bien porque era la calle de mi casa.
Al entrar comprobé que el salón había sido dividido, parecía mucho más chico. No podía equivocarme tanto en mi recuerdo, si bien los pequeños ven las cosas más grandes que los adultos. Alguna maltratada mesa de Pool, parodiaba patéticamente aquellas magníficas mesas de billar de años gloriosos por las que habían corrido bolas impulsadas nada menos que por Enrique Navarra, el legendario “Navarrita”
No tuve que levantar la cámara. Solamente cerré los ojos un instante. Todo se hizo más amplio, más importante, las mesas desvencijadas se compusieron, se multiplicaron, se ocuparon. El ambiente olió a café, a cigarrillos, se pobló de voces, de exclamaciones y el cacho retumbó en el mostrador. Las bolas de marfil transitaban los paños impecables y se entrechocaban en la carambola libre y tres bandas. Allí estaban otra vez las caras del pueblo, conocidas, queridas. De la Anónima, de la Argensud, de los negocios de la zona.
Los fantasmas. Casi todos.
Entre vueltas de vermut, charlaban, reían, jugaban al truco, al mus, o celebraban carambolas. Hubiera querido pedir uno de aquellos sabrosos helados de crema. Esos que compraba en verano antes de entrar al cine Talía.
Pendientes del cielorraso los ventiladores, silenciosos, giraban inútilmente como entendiendo que solo se trataba de un sueño..
Tras el mostrador, Emilio manipulaba la fatídica máquina de café, la misma que lo había matado aquella fría tarde de invierno. Los autos y las chatitas fatigaban la pedregosa calle Mitre.
-¿Y de que año son éstas fotos? me despertó el dueño. Se lo dije.
Entonces lo debe recordar al señor, y me señaló a un hombre muy mayor que se había acodado en el mostrador a mi lado. No lo reconocí.
Era el mozo del Sportman de toda la vida, el negro Riesgo.
-Ché Negro, mirá las fotos que trajo el señor, le dijo.
El hombre las tomó con desinterés. Y por sus ojos desfiló en un instante la historia del pueblo. Se me ocurrió que quizás para él no era grato mirar hacia atrás.
Tomo su trago, y sin hacer comentarios, saludó y se fue. Me invadió un desasosiego, me dolía el Sportman, y me quedé pensando porqué.
Entonces comprendí, El Sportman era yo, éramos todos los que lo amábamos en nuestro recuerdo. Era un espejo.
También entendí que el negro Riesgo se me había adelantado en esta percepción.
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