Esta historia tuvo lugar hace muchos años en un pequeño pueblo costero de la Patagonia. Allí vivían, en aceptable armonía, algo más de tres mil personas que conformaban una comunidad heterogénea compuesta por argentinos, españoles, chilenos, ingleses, eslavos, árabes, judíos, más o menos en ese orden, y otras variadas etnias en menor escala. La mayoría de los chilenos provenían del sur de Chile. Por lo general se afincaban en el campo, terreno que era más afín a sus habilidades, donde se desempeñaban como peones rurales. Los menos, se instalaban en los centros urbanos y allí trabajaban en lo que podían.
Uno de éstos últimos era Velásquez, y digo solo Velázquez, porque todo el mundo lo llamaba simplemente así. Parecía no tener nombre de pila y, si lo tenía, a nadie le importaba demasiado. Era un hombre de mediana estatura, de unos treinta y cinco a cuarenta años, fuerte contextura física, rasgos aindiados, aunque curiosamente tenía la piel muy blanca. Era lo que se dice un buen hombre, más aún, un pedazo de pan. Además respetuoso, no solamente con quienes podían favorecerlo, sino con sus pares o sus inferiores que también los tenía. Trabajador hasta el desfallecimiento, honrado, leal, discreto, Velázquez se ganaba la vida haciendo cualquier tipo de trabajo donde se lo llamara.
Por entonces, en aquél pueblo se cocinaba en cocinas económicas, las que tenían un sistema que permitía tener agua caliente en las casas. Además eran de uso corriente las estufas, salamandras y hogares-chimenea para calefaccionarlas, siendo el combustible más común la leña, que se compraba en camionadas. Se almacenaba en el patio del fondo y se iba consumiendo de a poco. El problema era que había que cortarla, porque hachar una camionada de leña no era cosa de mujeres ni de debiluchos, sobre todo cuando se trataba de quebracho colorado ideal para el fin descripto, pero de extrema dureza.
Aquí es donde entraba Velázquez que ostentaba un buen lomo y era un demonio con el hacha, además infatigable. En verano o invierno, con nieve o con lluvia, respondiendo a un llamado aparecía puntual e infaltable Velázquez con su pantalón manchado hasta lo inverosímil, un camperón de cuero muy gastado, alpargatas, una deshilachada bufanda enrollada al cuello y un estrafalario gorro de lana encasquetado hasta los ojos Y arremetía contra cualquier montículo de leña, sin importar lo grande que éste fuera.
Además, arreglaba goteras, pintaba, arreglaba jardines, levantaba paredes, empujaba autos rebeldes para arrancar, cuidaba chicos y ancianos enfermos y cualquier tarea que se le encomendara. Velázquez era parte de la vida cotidiana de todas las personas del pueblo que estuvieran en condiciones de tirarle unos pocos pesos en pago de sus servicios.
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Lo único que se le podía reprochar a Velázquez era que le gustaba bastante tomar vino fuera de sus horas de trabajo. Pero esto no tenía que ver con que fuera argentino, chileno o pobre, porque de hecho, había distinguidos señores anglosajones que tomaban mucho, pero mucho más, que él. Pero siempre terminamos en aquello de que cuando un pobre toma una copa de más, es un borracho y cuando lo hace un rico simplemente decimos que se puso alegre. Lo importante era que con vino o sin vino todo el mundo quería y respetaba a Velázquez, más allá de lo útil que pudiera resultar como auxiliar hogareño. Era saludado por la calle como a un igual sin que mediaran cuestiones sociales o de ningún tipo. En una palabra, era un singular personaje del pueblo, de cuya amistad todos se complacían.
Por esos días, la radio era el electrodoméstico mas preciado. Todas las casas contaban con una altísima antena en el techo que permitía sintonizar emisoras de Buenos Aires, Uruguay y Chile y por onda corta el resto del mundo. Aunque parezca un tanto excesivo, no exagero al decir que el pueblo entero se había escuchado la segunda guerra mundial por radio. Pero también los deportes provocaban la voracidad auditiva de los aislados habitantes. Uno que hacía furor entre la audiencia masculina era el box. De Estados Unidos bajaban formidables transmisiones para América Latina en la voz del inefable Buck Chanel, relatando la campaña de aquél legendario campeón peso pesado de todos los tiempos. El invencible e idolatrado, Joe Louis “el bombardero de Detroit”, en sus peleas contra la impresionante cuadrilla de boxeadores de primera línea que trataban vanamente de destronarlo.
Esta afición de la gente por el box lo había convertido a Velázquez en boxeador. Porque los más fanáticos decididos a tener un match de box en el pueblo, a falta de otro mejor, lo habían convencido para que asumiera la responsabilidad de representarlos en un combate contra un rival a designar.
Finalmente trajeron un “paquete” que había perdido varias peleas en la capital de la provincia. La noche del evento el local del Club Argentino, donde se había armado el cuadrilátero, se llenó de gente. A la primera piña que Velázquez recibió en la cara, se le llenaron los ojos de lágrimas, pero corajudamente siguió peleando. De ahí en más todo fue un revolear de brazos al aire por parte de Velázquez y un montón de piñas tiradas por el otro que indefectiblemente daban en la humanidad del crédito local.
Eso si, un poco en serio, un poco en broma, el público local nunca dejó de alentarlo. Cuando la pelea terminó bastaba mirar la cara de uno y de otro para saber quien había ganado. Pero los jueces, demostrando que estaban perfectamente al tanto de cómo se manejan los negocios en el box, a cualquier nivel, fallaron empate ante la expresión azorada e incrédula del rival y la algarabía del público que levantó a Velázquez en andas y lo paseó por todo el salón. Abrumado por tal demostración de entusiasmo localista, el sufrido oponente optó por agarrar los pesitos que le tocaban, metió violín en bolsa y se volvió a sus pagos sin decir ni mu.
Este afortunado desenlace, dejo en claro a todo el mundo que si bien la dignidad deportiva del pueblo había resultado incólume, no era precisamente Velázquez el hombre que necesitaba la comunidad para llegar al Luna Park, cuando menos al Madison Square Garden. Se desarmó el ring y se lo archivó en un galpón. A la semana siguiente todo había vuelto a la normalidad y ya nadie se acordaba del fervoroso intento de los entusiastas promotores pueblerinos por incursionar en el mundo del box. Pero estaba escrito que las cosas no iban a terminar allí.
Pasó el tiempo. Tal vez un par de años. Un día, recaló en la bahía como sucedía muy de tanto en tanto, un guardacostas de la Marina de Guerra. Generalmente permanecía alrededor de una semana para realizar tareas de mantenimiento, en los que la tripulación desembarcaba en busca de un poco de esparcimiento. La presencia de lo marineros visitantes en el pueblo, se lo sabía por experiencia, siempre ocasionaba problemas. Esta vez no fue la excepción.
La primera noche nomás, se armó una formidable rosca en un local de mala fama de las afueras pintando la cosa como para guerra civil. El comisario, llamado de urgencia, que era hombre ducho en entreveros sabía que con la marina era mejor no meterse, por lo que recurrió a toda su dialéctica y diplomacia para resolver el entuerto de una manera equitativa y pacífica. Bregaba en su intento por calmar los ánimos de la muchachada local y de los marineros, todos bastantes pasados de copas, cuando salió, no se sabe bien de donde, la idea de dirimir el pleito sobre un ring en una pelea reglamentaria entre representantes de cada bando.
Al día siguiente, la noticia corrió como reguero de pólvora con gran beneplácito de los aficionados al deporte de los puños, y muy en especial de aquellos que tiempo atrás habían tenido veleidades de promotores. Pero claro, pasada la borrachera los participantes locales de la batahola desaparecieron de los lugares que solían frecuentar, y aquellos que habían sido comisionados para organizar el combate se encontraron con que nadie quería poner la cara contra un fornido hombretón de la Marina.
Un verdadero papelón. Un descrédito, que si se confirmaba, iba a trascender los límites del pueblo, de la provincia y hasta del país. Para colmo, un suboficial del guardacostas ya se había apersonado ceremoniosamente ante los alelados promotores, presentando los datos del pugilista naval. Un tal Salazar, cabo cocinero, treinta y cinco años, 73 kilos, cinco peleas como aficionado. Cuando esto se supo, si alguno del pueblo había considerado la posibilidad de ofrecerse y convertirse en héroe, la descartó por completo definitivamente.
La situación era desesperante porque la gente del barco exigía conocer la identidad del boxeador local, pero cómo decirles que todos habían arrugado. Los marineros muertos de risa se iban a largar a manosear mujeres por la calle principal del pueblo. Fue entonces cuando un espíritu inspirado pronunció la palabra salvadora: ¡Velázquez! Todos lo miraron asombrados...
¿Pero cómo no se nos ocurrió antes...?
Velázquez fue convocado y apalabrado por las fuerzas vivas. Se le explicó que era el depositario de la dignidad del pueblo, que su excelente desempeño ante un profesional dos años atrás lo calificaban para ser el representante oficial del pueblo ante los vándalos invasores de la Marina de Guerra. Velázquez, honrado por el pueblo que amaba, porque le había brindado la oportunidad de vivir con dignidad, aceptó.
La noche del combate el Club Argentino hervía. Todo un lateral había sido copado por lo uniformes azules de la marinería, y el resto del local por la gente del pueblo. El cuadrilátero se hallaba engalanado con publicidad de importantes negocios. El ring side estaba ocupado por el intendente, otras figuras prominentes del pueblo y la oficialidad del barco, capitán incluido. Los jueces eran dos conspicuos aficionados locales y dos oficiales marinos. El árbitro, el profesor de gimnasia de la escuela pública, el presentador oficial, un desenvuelto personaje que en todas las fiestas importantes del pueblo cantaba y decía chistes.
El primero en subir al ring fue el marino cocinero. Era un tipo bastante bien plantado, pero se notaba que no desaprovechaba para nada el hecho de trabajar en la cocina. Lo rollos le colgaban por afuera del pantalón y algún gracioso local le grito: -¡Che Salazar, te viniste con el salvavidas!, lo que provocó una risotada general. Finalmente ante el delirio del público, Velázquez subió al ring. Serio, consciente de su gran responsabilidad, ataviado con una raída salida de baño blanca bajo la cual se advertía un pantalón de fútbol negro, zoquetes marrones y zapatillas de basket. El pueblo respiraba tranquilo, todos presentían que el pobre Velázquez se iba a llevar la gran paliza de su vida, pero el honor estaba a salvo.
La pelea comenzó. Los dos primeros rounds fueron como de estudio, ninguno de los dos sabía lo que podía dar el otro y se movieron tirando tibios golpes sin acercarse demasiado. La parcialidad local comenzó a calentar su aliento ¡Ve,Ve, lázquez!, ¡Ve, Ve, lázquez! Los marinos también alentaban al suyo, pero sus gritos eran tapados por la vocinglería local. De pronto, impulsado por el loco entusiasmo del público a Velázquez se le subió la indiada. Con los brazos agitándose como aspas de molino arremetió contra el sorprendido marinero que solo atinó a levantar los brazos cubriéndose lo que podía. Pero no tapó todo y Velázquez que no en vano llevaba hachadas miles de toneladas de quebracho, lo calzó de un cross en la sien y lo mandó rodando hasta un rincón.
Era el delirio, un solo grito atronaba el lugar ¡Ve, Ve, lázquez!, los marinos callaban apesadumbrados. El cocinero en el suelo, sacudió la cabeza escuchó la cuenta de ocho, se incorporó y levantó los guantes para indicarle al arbitro que continuaba. Pero era evidente que solo se trataba de una actitud de vergüenza deportiva, en realidad no quería más. Todo parecía encaminarse a una segura y gloriosa victoria de Velázquez, pero como suele decirse, el diablo hace la olla pero no la tapa. Y ocurrió lo inesperado.
En una cabecera del local, un poco aparte del los marinos pero también de la gente del pueblo, se había ubicado un grupo de treinta o cuarenta peones rurales chilenos que hasta ese momento se habían sumado al aliento general coreando el nombre de Velázquez. Ante la evidente proximidad de la victoria de su compatriota, y quizás entonados por algunos vinitos tomados durante la cena, no tuvieron mejor idea que cambiar el cántico de aliento ¡Ve, ve, lázquez! por el patriótico ¡Chi, Chi, Chi, lé, lé, lé! ¡Viva Chi, lé! El público local sorprendido, fue paulatinamente callando y los marinos captando en el aire la situación, la aprovecharon al máximo replicando con toda la fuerza de sus pulmones ¡Arr, gen, tina! ¡Arr, gen, tina!
Llegados a éste punto, cabría mencionar que si el nacionalismo alguna vez tuvo gran fuerza en Argentina, fue precisamente en la época en que transcurre la presente historia y la Patagonia era, sin duda, una de las zonas donde se hallaba más exacerbado. A partir de ese momento, todo cambió. El sonsonete nacionalista de los pocos chilenos fue aplastado, ahogado, por un infernal griterío generalizado de todo el resto de la concurrencia ¡Arr, gen, tina! ¡Arr, gen, tina! Velázquez no podía entender lo que ocurría, la sorpresa se reflejaba en su rostro y en toda su actitud. ¿Como era posible? El era el representante del pueblo, y ahora resultaba que tenía a todos en contra. ¿... que había hecho?
El cocinero renació de entre sus cenizas como el Ave Fénix y sintiéndose repentinamente el paladín de los derechos argentinos sobre los territorios en litigio sacó a relucir lo que bien o mal sabía de box. Movió las piernas, punteó de jab, jugó con la cintura, primero metió un gancho al hígado que dobló a Velázquez, ya el griterío de todo el recinto era ¡Za, la, zar! ¡Za, la, zar! Luego volvió con un cross de derecha que entró pleno en el rostro de Velázquez, que comenzó a lagrimear, y antes que ésas lágrimas tocaran la lona, le llegó el furibundo uppercut al mentón. Velázquez, quedó una fracción de segundo como suspendido en el aire, luego se desplomó como una bolsa de papas, y quedó tendido a lo largo como para que le contaran hasta mil. El público local cuando lo vio irremisiblemente derrotado calló retirándose lentamente en silencio
Los marinos estaban de fiesta, levantaron a su gladiador y lo llevaron en andas hasta el barco previo paso por algunos boliches. Velázquez auxiliado por sus segundos y por el médico local se recuperó al cabo de un rato.
Con el rostro magullado y una inmensa tristeza reflejada en su mirada, sintiendo un dolor que le atenazaba el alma, escondió su cara en una sucia toalla y lloró. Pero su llanto no tenía que ver con su orgullo de hombre, sino con un amor conquistado durante años con honestidad y duro trabajo que ahora lo había abandonado.
Solo, salió a la calle con sus alpargatas, su campera de cuero desteñida, su gorro de lana y se encaminó a su modesta vivienda, allá en la loma. En una esquina se había congregado un nutrido grupo de personas que comentaban jocosamente incidencias de la pelea. Cuando lo vieron aproximarse hacia ellos abstraído en sus pensamientos, le abrieron paso en silencio. Uno de ellos, con un poco de pena, atinó a decirle,
-Mala suerte, viejo....
Velázquez levantó la mirada como despertando, y sus ojos llorosos se iluminaron. Con una sonrisa triste, sin pensar, dejando que fluyeran los sentimientos de su alma simple, respondió,
-Perdí hermanos, que se le va a hacer... y siguió su camino.
Lo que Velázquez nunca supo, fue que al expresar desde la nobleza de su corazón, que esos tipos que un rato antes le dieran la espalda, seguían siendo sus hermanos, había trastocado una intrascendente derrota pugilística en una magnífica victoria como hombre.
Y que él, únicamente él, era el gran vencedor de la noche.
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