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El mismo día en que Jeremías Abastero cumplió sus 87 años, dejó de oír totalmente. Casi nueve meses antes había notado el comienzo de su pérdida auditiva, cuando no sintió desde su habitación el silbido de la tetera donde su esposa Albertina preparaba, como cada día de esos 60 años de matrimonio, el agua para hervir el té del desayuno que compartirían. No se alarmó mucho en aquel momento, ya que no se podía esperar que aquella salud de hierro de la que hacía gala le acompañara hasta el fin de sus días. –“Algún achaque tenía que venir”- se consoló entonces.

Sin embargo, la sordera fue ganando espacios cada vez mayores, tiñendo de angustia su mirada, y volviéndolo más introvertido conforme desaparecían los sonidos a su alrrededor. Luego vino el canto del gallo, que se hizo inútil como despertador campestre. Tampoco hizo mucho asunto de ello, por cuanto siempre tuvo el beso con que Albertina lo saludaba al despertar. Nunca le faltó ese dulce beso, que cuando jóvenes solía ser preámbulo de un encuentro sexual remolón, juguetón y tierno. Con la llegada de los hijos vino entonces el asalto de las criaturas a su cama matrimonial, lo que junto a la presión por llegar temprano al trabajo disminuyó la frecuencia de aquellos dulces momentos de amanecida. Y sin embargo la mirada con que Albertina acompañaba a ese primer beso siempre fue la misma: honesta, profunda y de entrega absoluta, sin importar la cantidad de arrugas que fueran enmarcando sus ojos.

Los sonidos que acompañaban su jornada se siguieron apagando: El rumor del agua en el riachuelo donde se lavaba al levantarse, el canto de los gorriones que saludaban su caminar hasta el establo donde lo esperaba Tormento, bisnieto del primer Tormento, el potro negro que don Ladislao, abuelo de su actual patrón, le obsequió el día de su boda con Albertina.

Dejó de oír el galope de los cascos en la tierra, dejó de oír los saludos de la peonada que le saludaba a la distancia cuando lo veían venir. Agradeció a Dios por darle al patrón un vozarrón fuerte, ya que si se las ingeniaba para estar siempre cerca de él cuando hablaba, todavía podía seguir sus órdenes con casi completa eficacia.

Sin embargo, notaba como los peones ya habían advertido su problema, pues los veía cuchichear a sus espaldas cada vez más seguido, las tareas demoraban más en completarse y notaba como lo aislaban cada vez más en las charlas que seguían al almuerzo que tomaban todos juntos donde los encontrara la faena. Él mismo empezó a quedarse atrás del grupo que marchaba de regreso a sus hogares, porque cada vez se le hacía más difícil participar en las conversaciones que repasaban los incidentes y chascarros del día.

Quizá el mismo patrón ya se había dado cuenta, pero algún tipo de lealtad le hacía ignorar este problema en su capataz, principalmente debido a los muchos años de fidelidad de Jeremías para con los Torremolinos: el abuelo Ladislao, ya fallecido, don Hidalgo, descansando en la capital como parte de su retiro y ahora con Benedicto, el actual señor Torremolinos.

Pese a todo, nada le dolía más que dejar de oír la voz de Albertina mientras cantaba aquellas dulces canciones de juventud con las que hacía más cortas sus propias faenas en la casa, y que eran lo primero que oía mientras iba subiendo la suave loma que antecedía a su hogar.

Hoy, como misterioso obsequio cruel de un destino que Jeremías nunca se atrevió a cuestionar desde su alma simple, el silencio cayó sobre sus hombros como funesto presente de cumpleaños.

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Albertina puso el consabido beso en los labios de su compañero y se levantó en silencio. Hoy es el cumpleaños de su esposo, y como cada año ella quería darle un presente distinto y especial. Le ha regalado cuadros hechos con hojas secas de los diversos árboles que crecen en el campo, le ha dado también eróticos paseos con la vista vendada por toda la casa y por todo su cuerpo. Le ha regalado promesas que se esmera en cumplir, sueños para compartir e incluso Dios le ayudó haciendo coincidir cierto año la fecha de su cumpleaños con la confirmación de su primer embarazo.

Ahora quería poner un esfuerzo adicional, porque desde hacía ya varios meses notaba a Jeremías distinto. Estaba ausente, muy lejano y ensimismado. La mirada de su esposo dejó de ser aquella luminosa y profunda de siempre. Quien siempre fuera su sostén, su protector, su compañero y su amante estaba cambiando ostensiblemente día con día, como si se apagara algo en su interior.

Aquel recio muchacho que la conquistó a fuerza de paciencia, ternura y silencios cómplices en sus años mozos, venciendo el natural caprichoso de su proceder de niña mimada por pretendientes que salían “hasta debajo de las piedras” –como decía doña Emelina, su madre- caía de nuevo en silencios, pero ahora eran incómodos y ausentes. Las charlas con las que solían acompañar sus atardeceres se fueron haciendo cada vez más distantes, hasta que cesaron por completo desde hacía ya un mes. Jeremías llegaba a casa, le dejaba un beso cansado en los labios y se acostaba casi sin decir palabra.

Quizá tras los primeros años luego de que sus dos hijos dejaran el hogar paterno, y en los cuales Jeremías todavía conservaba el atractivo aspecto de su cuerpo moreno y fibroso, Albertina pudo suponer que alguna moza se interesara por el cuarentón capataz, y alguna infidelidad oculta explicara un comportamiento distante. Pero si entonces el profundo y sincero amor que Jeremías le profesaba impidió cualquier desliz, ahora con mayor razón no podía justificar de esa forma su actual proceder. Su anciano compañero aún caminaba erguido, aún lucía un cuerpo magro y lo suficientemente firme como para cortar por sí sólo la leña que caldeaba el hogar, pero sus años lo habían puesto fuera del alcance de cualquier intentona irresponsable.

¿Podía ser acaso, que simplemente dejó de amarla? ¿Le había dado Albertina motivos para ello? ¿No fué ella la “amiga y amante” de sus años mozos –como el le llamaba entre los susurros del deseo? ¿No fue también la madre-fiera, la compañera fiel y cómplice de todo cuanto ocurrió durante esos 60 años juntos?

La duda y la angustia por estar perdiendo al único amor de su vida comenzaron a oscurecer ahora la mirada de Albertina.

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-“Buena tela, don Benedicto ... buen hijo de Torremolinos”- venía pensando Jeremías de regreso a su casa. Tras oír las dificultosas palabras con las que Jeremías le comunicaba que se había quedado completamente sordo, que ya no le servía como capataz y que entendía que debía dejar el trabajo y la casa que incluía el puesto, Benedicto Torremolinos se quedó en silencio unos momentos. Por su cabeza se agolparon los recuerdos que tenia de aquel anciano, y no pudo encontrar en ellos ninguno que le provocara la pena de ahora. Por el contrario, fue Jeremías quien le enseño a montar a caballo, fue él quien le protegió de la furia de don Hidalgo, escondiendo sus escapadas del colegio para ir de pesca con los hijos del peonaje. Jeremías fue también su secreto confesor cuando, conmovido por las maravillas de la sexualidad naciente, se sintió mucho más a gusto charlando de mujeres con el discreto capataz, en lugar de ir donde el viejo cura del pueblo. Y nunca se lo dijo, pero fueron aquellas demostraciones de amor que Jeremías guardaba siempre para Albertina, los que le motivaron a amar siempre de ese modo: profundo, sincero y de entrega absoluta a la que ahora era su propia mujer.

Benedicto tomó varias hojas de papel y un lápiz, y dejó por escrito el retiro de Jeremías, así como su derecho a seguir ocupando la casa donde nació hasta el fin de sus días, haciéndolo extensivo a su esposa si le sobrevivía. Recibiría su paga íntegra mensualmente, pero le estaba terminantemente prohibido –así lo escribió- volver a realizar un trabajo pesado en el campo. Le ordenaba –con esas mismas palabras- descansar, pasear, pescar y dedicarse a hacer feliz a su esposa por todo lo que le quedara de vida. El anciano capataz sintió que sería un deshonor ante su patrón el que le viera llorar, por lo que hizo un enorme esfuerzo para mirarle a los ojos y sonreír mientras se estrechaban las manos sin decir nada más.

-“Y hacer feliz a mi esposa ..”- pensaba cabizbajo Jeremías mientras iba hacia la casa montado en Tormento, al que ahora hacía ir despacio, pues intentaba demorar lo más posible su llegada al hogar.

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Se sentaron uno junto al otro en la pequeña mesa del comedor. En frente tenían sendas tazas de té que comenzaban a enfriarse. Ninguno de los pequeños emparedados ha sido tocado todavía. Jeremías comenzó a llorar despacio, sin emitir sonido alguno, sin desviar la mirada de los ojos de Albertina. No había oído siquiera sus propias palabras cuando le dijo: -“Viejita .. me quedé sordo. No escucho nada de nada”.

Albertina se quedó mirándole en silencio. El hombre que siempre vio como su protector, su amante-amigo, el increíble y a la vez cercano padre de sus hijos, se mostraba ahora débil y empequeñecido por la pena. La única escuela posible para Albertina había sido el campo, sus propios padres y hermanos; mal podría ella saber que hacer cuando ve desmoronarse un viejo roble ante sus ojos. Y sin embargo, como doña Emelina solía decir cuando quería justificar ante su esposo la elección que su única hija había hecho, optando casarse con aquel muchacho, entonces el hijo del capataz, en lugar de esperar algún otro pretendiente con mejor futuro: -“El corazón tiene razones que la razón no entiende”.

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Al año siguiente conocí las tierras de don Benedicto Torremolinos, y el me contó esta historia sobre su anciano capataz. Curioso por saber como terminó todo, le pregunté y el me llevó a conocerlos, pues aún viven en el mismo lugar. Por el camino me explicó que había dispuesto todo para que la pareja viviera tranquila sus años de retiro. Cada semana el los visita personalmente para ver como están, y recibe de Albertina una nota donde le cuenta alguna novedad, o le hace pequeños encargos de víveres que el mismo patrón compra para ellos en el pueblo. Sagradamente, Jeremías exige con gesto digno pero cordial el detalle de los gastos y cancela de su bolsillo el importe de las compras. Don Benedicto no quiere acercarse mucho a la casa, por lo que desde su camioneta los puedo ver a lo lejos. Es ya el comienzo del atardecer, y los veo caminar a paso lento, tomados de la mano. Se dirigen a una banca de madera puesta bajo la sombra de un bello alerce centenario. Los veo sentarse y a ella reclinar su cabeza en el hombro de su marido.

-“Albertina le escribe una nota para cuando usted viene? Es tan tímida con el patrón que no le habla, aún después de tantos años?” – Le pregunto a Benedicto sin dejar de mirar a la pareja de ancianos.

-“Ella nunca ha vuelto a decir una sola palabra. Me gusta imaginar que ya no lo cree necesario”- Me respondió Benedicto, con una sonrisa en su rostro.

Y a decir verdad, a mi me gusta imaginar lo mismo.

Texto agregado el 09-07-2005, y leído por 631 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
07-07-2012 excelente texto muy romántico! efelisa
21-07-2007 precisioso Al_descubierto
07-02-2006 Excelente. Una historia de amor, trabajo y realización de un hombre bueno. La narración es fluida y entretenida. Felicitaciones y van mis 5* jorval
10-10-2005 amigo manquenahuel tu cuento es precioso, sin duda me emocionó enormemente, ojalá y pudiéramos todos disfrutar de un amor similar, un saludo y todas las estrellas para ti Vihima
18-07-2005 ¡Excelente! HoneyRocio
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