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Toda organización social nace por el supuesto que la mancomunión de intereses, talentos y afinidades traerá consigo la posibilidad de lograr objetivos a corto, mediano y largo plazo. Luego de un período de decantación, dentro del grupo comienzan a generarse esferas de poder, los más hábiles se mantienen en la cúpula al igual que en una criba los granos más grandes permanecen en la superficie y los más pequeños se van rezagando en el fondo. Este organigrama natural que se genera por el pronunciamiento unánime del grupo, comienza a desgastarse en la medida que las expectativas no se satisfacen y se van generando rivalidades y odiosidades, nacen los partidismos que de alguna manera están encabezados por los más débiles, los menos audaces o quienes, teniendo capacidad de liderazgo, no cuentan con la influencia necesaria para ascender. Es éste un importante sector que unificado y transformado en una sola voz, logra hacer prevalecer finalmente su voluntad. Es lícito creer que la Democracia nace bajo este influjo y que la mediocridad puede teñir de legítimo lo que en alguna medida puede ser el simple producto de una inconsistencia vital.
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Tomemos el siguiente ejemplo: Tres personas se agrupan para formar un negocio. Uno es socio mayoritario, el otro aporta su trabajo y el tercero es hijo del segundo. El que pone el capital dicta de algún modo las pautas a seguir, el que aporta su trabajo se compromete a sacar adelante el negocio con todo su esfuerzo. El hijo de éste es emprendedor y de alguna manera desea que el negocio sea sólo de ellos y trata que su padre logre adquirirlo por medio de un compromiso de traspaso a mediano plazo. El padre sabe que esto equivale a una riesgosa aventura y que la prescindencia del socio capitalista puede redundar a la larga en una debacle financiera y recomienda al hijo a que sea más cauto. Esto genera roces entre ellos y como consecuencia, la relación se resiente sensiblemente. Esto también influye en la relación en general, se generan las desconfianzas y los rencores y en último término, la sociedad comienza a morir.
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Las sociedades democráticas sobreviven por el número, por ejemplo, la inquietud del hijo, sumada a otras voluntades, pueden sacar adelante su objetivo y sólo el tiempo y las circunstancias decidirán quien estuvo acertado y quien se equivocó. Dicho escrutinio, imposible de realizar en el grupo ejemplificado, prueba que la voluntad de todos no es la mejor alternativa sino simplemente la prevalencia de las minorías. Y gracias a este esquema, imperfecto a todas luces, se crean nuevos partidos políticos para invocar valores y enunciar vocingleras declaraciones de principios que si se cotejaran con las de los partidos adversarios, serían exactamente iguales y sólo alteradas por ligeros matices. En el fondo, lo que se pide es libertad, prosperidad, educación y salud y lo que varía es la proporción en que se supone deben administrarse estos conceptos. Nuevamente regresamos al origen de esta discusión: son los grupos de poder los que decidirán a quienes les corresponde administrar estos intereses. Y el poder y la buena voluntad, como ya sabemos, están directamente relacionados con su mayor o menor convocatoria. Por último, no me tomen en serio. Sólo trato de copiar en parte esos aburridos artículos de economía que inevitablemente me salto en los diarios
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