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Cada beso era para nosotros el último instante. Disfrutábamos en exceso y recogíamos las prendas tiradas sobre la pelusa desgastada de la alfombra del motel. Vestido y anudándome la corbata, llegaba tomando tus hombros, mientras el cepillo desdoblaba el chino que dividía tu mejilla; te lo hacía un lado y con voz desfalleciente te susurraba: esto ya no sucederá, al mismo tiempo que te ofrecía un beso tierno en la redondez de tu pómulo; era uno, dos, pero bastaba para encendernos y terminábamos con las ropas desperdigadas. ¡Todo se resolvió por fin! Fue el día que decapitamos el arrepentimiento. |
Texto agregado el 13-09-2003, y leído por 3837 visitantes. (10 votos)
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