El sueño se enredó a ese tatuaje de tu rostro que me realizaron en el brazo izquierdo la noche que nos graduamos. De la imagen escapó un aliento apenas audible en donde reconocí tu voz. Me reclamaba el abandono. Traté de ignorarlo pero picaba los ojos y los labios para que prestara atención.
Miré la rabia descomponer las formas de la efigie que te representaba, y reconocí aquellos días, los pleitos y la huída apresurada, dejando atrás los nubarrones del cielo que no ha vuelto a escampar.
Se agitaban los minutos mientras el desesperante escupir palabras del tatuaje se extendía por las venas, como lamento sombrío, taladrando tímpanos. Dijo que debí seguir el rastro de tus lágrimas rumbo a la estación de autobuses cuando escapabas. Sin embargo, dejé que partieras dibujando esa estela de amargura. Huías de la sangre de esos días inmersa en mi prisión, cuando mi voz alcanzaba estridencias de un lenguaje soez, y tu piel se deshacía entre perdones y piedades bajo el grillete de los golpes. No nos lográbamos comunicar ni siquiera en los gemidos en que deshacíamos las horas.
El rostro dibujado en la piel, afirma que sentías la agonía en la garganta al asfixiarte con mis manos, (tus ojos en blanco, los músculos rígidos) y confiesa tener la certeza de que disfrutabas el dolor en las mordidas que propinaba a tus mejillas cuando el deseo me apretaba a tu vientre como rémora, sorbiéndote el anhelo de pertenecernos. Porque me pertenecías. Nos habíamos entregado el alma aquella noche de graduación en que quedaste plasmada para siempre en mi piel.
¡Tienes que recordar esa noche! No alcanzamos un cuarto decente y tuvimos que pagar seiscientos pesos por algo parecido a una casa de vecindad; la pieza tenía dos habitaciones, cuatro camas, una cocineta y hasta refri. ¡Cómo nos divertimos probando todos sus rincones! Todas las sábanas quedaron manchadas con la sangre que no terminaba de coagular en mi brazo, y tú bebiendo, ora mi sangre, ora el vino tinto. Era tanta la felicidad, que contemplarte fue suficiente para que renacieran en mí los deseos de poseerte con la violencia usual con que a veces me servía de tu sexo. Ahora, al sentir el paso del viento, fluyen de tus oídos gotas de ácido por el parásito que ha sido mi recuerdo. No tengo claro en la memoria toda la violencia que imprimí a tu cuerpo aquella noche, pero el verte la mañana siguiente en la cama de aquel hospital fue conmovedor. Tomé tu mano, y estoy seguro que pude haber llorado de no ser porque adelantaste tu voz con un: no te preocupes, los dos perdimos el control.
El fantasma de tu rostro estira la piel y la tintura cuenta que todas las madrugadas mi sombra es la nostalgia que convertida en maremoto arrastra silencios como antílopes ahogándose al cruzar un río infestado de caimanes. Yo era esa fiera delineando sus ojos de cuervo en tu mirada. Era la martillante voz que ahora me tortura y me cuenta que caminas sin zapatos sobre el salado beso de las anémonas, con el sargazo prendido a tus tobillos en la soledad de aquella playa donde te has exiliado para vivir los días, náufraga de mí. Donde al nacer la mañana, recoges migajas que el sol deposita en los granos de arena, entre piedras pómez, espulgando con dedos fríos la tranquilidad de tu conciencia. Tranquilidad que me has arrebatado.
Te miro, en estas pesadillas, construyendo murallas que detengan el embestir marino de mi aroma que intenta devorar los resquicios de inocencia que quieres conservar ahí, lejos, escondida. Ese aroma mío que se transforma en calamar, estira los brazos, rodea el cuello, la cintura, apretando, apretando hasta el orgasmo. Después vuelve la voz de ese tatuaje, la calma retorna, se desvanece tu presencia y todo es brisa helada, y tirito por la ausencia de tu calor.
Dentro de esta oscura habitación, todos los murmullos son tu voz, todas las luces arrastran tu mirada de negro cielo: ese negro látigo, las negras ropas con que cubrías parte de tu cuerpo, y dejabas admirar la luna de tus pezones. Ahora esos eclipses son los que marcan su enigma de clavículas mojadas por la lluvia ácida de mi lejanía.
Tu rostro estilizado ha dicho que te desnudas en azoteas, atrapando en cántaros el agua con que al bañarte recreas mis manos, tallando y tallando para consumir la angustia. Dejas entrar los dedos, aprietas los muslos sobre el halo de mi voz que desde mis soledades te llega en cada remolino de aire. Pero te vuelves niebla, vapor de agua que sube y multiplica nubarrones, las mismas nubes que no me abandonan desde tu partida, la misma lluvia repitiéndose incesante, golpe que golpe sobre el asfalto de mis pesadillas. Y tú, desde donde estés, ayudas a precipitar esas flechas húmedas que hieren mi orgullo de verme abandonado, en el olvido, arrastrado a ser lo que ahora soy: ¡en lo que me has convertido!
Con cada lágrima caes de la agitación, ese no poder contestar el porqué me permitiste tanto, tantas heridas, tanto dolor acumulado en cicatrices.
Tu rostro permanece furioso en mi brazo y afirma que en la hamaca te visitan duendes, desordenadas filas de faunos sedientos de probarte. Imaginan encontrar ternura en tu mirada. Esa mirada de hiena hambrienta que me regalabas ¿dónde ha quedado?, ¿escondida entre la niebla de tu abandono, en el exilio?; ¿acaso tratas de purificarte en esa playa?
Y sé que lo has intentado, estoy seguro: has arrastrado los antebrazos sobre la superficie de otros pechos ásperos, cuerpos ardientes incapaces de perderse la oportunidad de poblar tu historia. Pero siempre te quedas dormida por el fastidio de escuchar palabras hechas, facilismos del amor y los jadeos monótonos, sin emoción que te arañe las sombras de la espalda, el increíble trébol que forman tus omóplatos. Por eso continúas anhelando el opio de mi canto, el rencor de mi boca sobre tu cuello, la espina de mi lengua, y dejas al sueño de mis labios mordisquear el amarillo de tus dedos.
El tatuaje siguió gritando esa madrugada como tantas otras desde que te supe lejos. Expandió el dardo de su lengua para atrapar mis ojos y ver el desesperante recorrido de tus piernas entre los dedos de otro. Mientras yo trato de consolarme arriba del sexo de otras hembras, o tal vez (ya nada parece tener importancia) estirando los miembros endurecidos de aquellos mariquitas necesitados de afecto, que no me aburro de gigolear cuando me levantan por las avenidas inundadas por la permanente lluvia a que me sometes. Permanezco encerrado en el rincón de mi covacha, preso en la soberbia, mirando tus ojos que continúan recorriendo las paredes de esta habitación abandonada, triste y rebosante de cinismo.
Por eso introduje el filo de la navaja en la piel: para arrancarme el tatuaje y tus recuerdos. Para dejar de soñarte. Más el rostro de tinta movía los labios en el bla bla bla de siempre.
Puse en la palma de la mano ese pedazo de carne con tu rostro desfigurado, enrojecido por la sangre coagulando. Lo acerqué a mis labios y le recordé mis infidelidades, los insultos y humillaciones que provoqué a tu sentimiento. Le hablé de cada golpe a tus heridas, aún sobre las cicatrices, y de la risa que me causaba tu pena por ese martirio en el que, ahora lo comprendo, sólo yo creía que disfrutabas. Era la burla bailando sobre el pensamiento que, con ternura, intentabas regalarle a mi vida. Cerré los sentidos arrastrado por el desenfreno de tenerlo todo, de sentirme dueño del mundo, dueño de tu carne, de tu vida:
— Su piel es costra de mi piel, que se desprenderá con el mar y las ráfagas de viento—, alcancé a decir, mientras vi su mirada vidriosa opacarse, clasurando el día.
El orgullo se comió a pedazos el despertar que teníamos bajo sábanas y los restos de historia en los amaneceres. Fue cuando comprendí las noches. Comí el pedazo de carne ensangrentada que palpitaba en la mano. Una brisa tenue trajo (de nuevo) tus ojos grises hasta mi habitación. Empujé el cuerpo desnudo de la hembra sin nombre que tenía encima. Te miré, por última vez, sentada con la cabeza recargada en las rodillas; dejabas al manso mar hurgarte los dedos. Quise acercarme pero descubrí que tu cintura la rodeaban otros brazos. Aviento el periódico con la nota social que me anunció tu matrimonio. Miro junto a mí el cadáver de esa ramera a la que le faltan pedazos de carne en la mejilla y los pechos, y me doy cuenta que afuera ha dejado de llover.
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