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El miedo es una calle llena de confetis de colores. Él se destaca con esa extraña costumbre cuando sus pasos le conducen hacia mi barrio. Deja un reguero de color de camino a la parada de autobús o cerca de la puerta de mi trabajo cuando quiere recordarme que no es una mala pesadilla. Temo encontrarlo de frente al doblar una esquina, incluso no soy capaz de comprar el pan si noto su presencia. Un día empecé a soñar, acurrucada en un rincón del armario, imaginándome a un salvador que nunca llegaría y me sacaba de allí sin mentiras de un cariño que no me iba a dar, sino con una sinceridad que incluso notaría en su forma de andar. Pero siempre llega la hora en que salgo de la jungla de mi mente y me espera ese callejón mugriento al que da la puerta de mi casa. Miro al suelo antes de abrir el portón y las manchas de colores se han convertido en un escudo que me impide pisar el sucio suelo que algunos llaman calle Consuelo. Otras veces me quedo detrás de la puerta esperando algún ruido, hasta que alguno de los vecinos tiene que salir. Y salgo tranquila hablando de la rara lluvia de confetis que cae sobre el barrio últimamente. Y sonrío hipócrita cuando me comentan, que conste que no soy racista, lo tranquilo que está la zona desde que la policía expulsó a los moros del barrio. Y respondo mentirosa que estoy mucho mejor, gracias. Y ayudo servicial a la del tercero a bajar el carro del bebé. Y me despido asustada al llegar a la esquina que separan los caminos. Cada semana hago malabares con los horarios para conseguir llegar a casa antes de que oscurezca, cada mes espero que se canse de mí, cada día temo encontrarme una alfombra de colores y cada noche sueño con el duende que me saque del infierno. Entonces me despierto y me digo que nada es cierto y la realidad no existe. Y a la mañana siguiente una nube de confetis cubiertos de rocío me vuelve a decir que él es real. Y me aterro y miro por el cristal hasta que pasa algún desconocido al que poder seguir. El miedo olvida de mí el instante suficiente para pisarlo y desaparecer. Una vez lo quise por los detalles, lo dejé de querer por las cosas grandes. Dejé de saber quien era yo, convirtiéndome en su triste complemento robótico. Hace tiempo que mi madre se volvió al pueblo, ya no podía quedarse conmigo más tiempo. Poco a poco vuelvo a dormir, las pesadillas desaparecen, las noches en blanco se extinguen, pero siempre está el miedo en mí, esperándome en cualquier esquina con una mancha de colores.

Texto agregado el 08-07-2005, y leído por 157 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
23-07-2005 a veces muy directo, demasiado, pero yo; yo hago lo mismo, jeje, me ha gustao, gracias por dar la vuelta por allá sirako
12-07-2005 la soledad de una gran ciudad está muy bien contada, con un estilo muy rico, sin carga de adjetivos... como que sus ciudadanos siempre esperan un milagro o algo así. isusko
 
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