Gotas, gotas, gotas, miles de infinitas gotas que cloquearon en el tejado incierto de la noche, invitándola a soñar con mares lejanos, océanos de aguas aturquesadas que danzaban al ritmo de una marea enloquecida. Fue la voz misteriosa del viento la que invocó su nombre y ella, como si hubiese esperado ese momento durante largos años, saltó de su lecho y corrió descalza al encuentro de ese designio. Se sintió de inmediato impregnada por esas embajadoras celestiales cuya pedrería acuosa revistió su cuerpo y sus cabellos e inundó su espíritu con la insolencia poco lisonjera de la lluvia, invitándola a desnudarse impúdicamente para que su vuelo fuese imponente y desmedido. Ella, hechizada por ese contacto lúdico que tenía la virtud de purificarla, abrió sus brazos y sintió que se levitaba hasta tocar el vientre de las algodonosas nubes. Un rayo iluminó su rostro fascinado y entrecerrando sus ojos sintió el milagro de la vida recorriendo su cuerpo entregado a la lujuria. Viajó y viajó en la noche interminable y supo que cruzaba comarcas, canales y estuarios, mientras, de trecho en trecho, las aves migratorias le rendían homenaje, escoltándola con su vigoroso batir de alas. Su cuerpo brillaba y resplandecía, transmutándose en el único astro que iluminaba esa noche tormentosa preñada de ojos lacrimosos. Ella no se resistía a los embates del furioso temporal y fue frágil veleta tremolando al viento. Sonreía sin embargo, desmaterializada y deshojada en ese anhelo largamente acariciado, coqueteaba con los diminutos cristales que la vestían de fiesta y entre gasas y muselinas de veleidosas formas, su cuerpo desnudo se entregaba al deseo. Esta sensación era abismal, salvaje, desesperada y se confundía con los rugidos de las olas que se encrespaban furiosas allá abajo.
La luz no disipó aquellas extensas cortinas de agua y la mañana grisácea desmanteló los profundos bloques de sombras, que, heridos de muerte se precipitaron al mar. Ella se sabía atrapada por la tormenta pero era una cautiva voluntaria, un ave solitaria migrando hacia sus raíces y gritó desenfrenada y en este grito dejó escapar toda su euforia y aquel grito fue eco que se cristalizó instantáneamente para crear una miríada de estrellas diurnas. Dormitando y soñando con soles paternales que acariciaban su piel encabritada, disfrutando con aromas coloquiales que incentivaban su recuerdo, regresando a los parajes que conocían el tenor de sus pasos, sus carreras y sus sigilos, empapada hasta el alma, aterida pero dichosa, la encontraron aquella mañana tendida en el lodazal, desnuda, inerte pero con una dulcísima sonrisa en sus labios…
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