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Inicio / Cuenteros Locales / Adriano / Una Lágrima sobre el yermo

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Rodrigo elevó los brazos y los apoyó a continuación, cansinamente, sobre la alta ventanilla abierta del tren. Luego, dejó caer, despacio, su mentón en el dorso de la mano derecha, posada a su vez sobre la izquierda. Entrecerró los ojos, frunció el ceño, y contempló la vasta llanura castellana. Se hallaba toda inundada por la luz de aquel mediodía de verano, bajo un cielo azul de apariencia infinita. Lo intentaba, abriendo de par en par los ojos, pero no podía: era imposible poder dirigir la vista hacia el reverbero del sol en el ancho yermo, sin ocultar las retinas a los cien mil disparos de las blancas saetas del astro rey. Además, la carbonilla despedida por la combustión de la locomotora ya había empezado a interesarle las pupilas. Por todo ello, casi había decidido volver al asiento, junto a los suyos. En eso, el tren hizo un brusco movimiento lateral, y salió despedido contra la pared interna del pasillo. Hizo palanca contra el metálico refuerzo del cristal, y logró evitar en parte la sacudida.
-Por favor...
Se volvió para antender al recién llegado y vio que era el revisor del tren; un hombre obeso, correctamente vestido con el uniforme azul oscuro del cuerpo. Cuando lo miró, notó que le observaba con cierto aire de autoridad competente ante convicto en trance de cumplimiento de pena. Toda la pesada carga del destierro se le vino encima ante la inquisitiva mirada del revisor; sin duda un simple menestral que, antes de la Jura en Santa Gadea, no se hubiera atrevido a mirarle a los ojos como ahora lo hacía, en clara actitud de menosprecio hacia él y hacia su condición de expulsado del reino.
Rodrigo comprendió que le pedía paso. Pegó sus dos metros de humanidad al cristal de la ventanilla, y esperó a que el recién llegado pasara. El corpachón del revisor apenas cupo por el procurado hueco. Rodrigo lo vio alejarse por el estrecho pasillo, camino del otro vagón. Luego volvió a contemplar el páramo. Las sierras vasconas debían de quedar atrás, hacia el norte. A él, y a su mesnada, le esperaban las áridas tierras de frontera, cabe las orillas del Duero. Allá donde los reyezuelos de las taifas mahometanas y el monarca aragonés disputaban por ensanchar sus fronteras a costa del reino castellano. Castellano reino, ya engullido por el odiado rey de León y su afeminada corte de nobles que no guerrean ni combaten, más dados a las sedas y tafetanes del agareno que a las rudas sargas y cueros mal curtidos del caballero en campo, que defiende a los suyos y sirve a su señor.
De pronto sintió, pesada y calurosa, la cota de malla que lo envolvía por entero. Llamas de aire caliente entraban por la ventanilla abierta. El ruido del tren, dejando por detrás una a una las uniformemente dispuestas traviesas, había hecho ya monótono su acompasado soniquete en el oído de todos los viajeros. Rodrigo se retiró, definitivamente, de la ventanilla y decidió pasar somera revista a su fiel mesnada, aquel puñado de guerreros castellanos que lo acompañaban en su nueva vida de caudillo errante, en busca de nuevo señor o bien a la procura de labrar nuevo señorío para sí y para los suyos.
Se destocó de la férrea capucha enrejada y comenzó a andar pasillo adelante, en la misma dirección que siguiera el revisor hacía unos momentos. Su rubia melena se desgreñó sobre los hombros, abundante y sudada. En el primer compartimento, seis guerreros, de lo más granado, dormían, irregularmente dispuestos, los unos con la cabeza sobre los hombros de los otros, y las piernas en caótica disposición. Reconoció a todos: Alvar Fáñez, Minaya, Pero Bermúdez.... Alguno de ellos dormía a la manera en que se había acostumbrado en las guardias de centinela. Permanecía con el torso enhiesto, aunque sentado, y apoyado en su lanza, que tenía agarrada y perfectamente vertical al suelo. Únicamente la cabeza se ladeaba un tanto, dando esa única opción a la duermevela mantenida. Debió de percibir algo y abrió un ojo. Rodrigo le sonrió y él volvió a su cauteloso medio sueño. El hijodalgo de Vivar siguió adelante. Por todos los compartimentos vio la misma escena. Uno solo vigilaba y los demás dormían. Por fin llegó al que le habían asignado, y se dirigió a su sitio, junto a la ventanilla. Cuando se hallaba en medio de todos, una nueva y fuerte sacudida del tren lo arrojó sobre sus compañeros.
-Perdonad -les dijo.
Ninguno contestó, y al fin logró aposentarse. En eso escuchó el agudo pitido de la locomotora. Sin duda debía de tratarse de una estación sin parada. No quiso adivinar cuál sería. Lo único que le importaba es que aún no debería de ser la suya, la que daría tierra al desterrado. Sin duda debería ser posesión todavía del nuevo rey castellano-leonés. Una tierra a la que, de seguro, ya habría llegado, por el telégrafo, el infame edicto de su destierro. Se levantó y bajó el cristal. Inmediatamente, se abatió sobre su hueste un torbellino de aire cálido. Luego, asomó la cabeza. El Jefe de Estación, con la banderita roja recogida en el asta y tocado de su rojo bonete, daba paso a aquel convoy de desterrados, que no debía de parar allí. Era como una invitación al apestado para que no se detuviera en tierra obediente al rey Alfonso, a quien todos habían jurado en Burgos reconocer su derecho a la sucesión del castellano Sancho, su hermano.
El sol, a punto de ocupar su cenit, daba en el rostro del proscrito y casi le cegaba; pero pudo verlo con claridad. En el andén cubierto de la estación, una niña muy pequeña vestida de blanco, con las piernas desnudas, elevaba sus bracitos, mostrando algo que en ellos había. Su vagón, aunque aminorado de velocidad, ganaba rápidamente el centro del andén. Pudo distinguir un manojo de blancos jazmines en las manos de la niña. Sin duda le eran ofrecidos a él, al proscrito, al desterrado. Se enterneció grandemente y sonrió. Pensó que debía agradecerle a la niña su ofrenda, aun cuando fuera imposible de coger. Sacó su brazo derecho por la ventanilla y saludó a la inocente criatura. Ya sobrepasaba el centro de la estación y la niña comenzaba a disminuir a su vista, que se alejaba con el tren, cuando alcanzó a divisar una figura de mujer. Salía nerviosa y atropelladamente de la desierta estación, como si quisiera remediar con urgencia algo mal hecho o peligroso. Casi a la vez, se agachaba para coger a la niña de los jazmines. La subió en brazos y, tras dar media vuelta, se encaminó hacia el interior del vestíbulo de la estación. Pero, antes de entrar en él, se detuvo. Miró hacia los lados, como para asegurarse de que nadie la vigilaba. Por fin, quedándose de frente a la dirección del tren que se alejaba, y alzando la mano, casi furtivamente, le dijo adiós al caballero con sentido ademán. Luego, rápidamente, como quien retoma lo que estaba haciendo antes de un inciso, prosiguió su camino hacia la estación.
-Aún sigo en Castilla -se dijo para sí mismo Rodrigo, como en un susurro. Y una lágrima rodó por la rugosa mejilla del bravo guerrero de Vivar.

Texto agregado el 24-12-2002, y leído por 1492 visitantes. (12 votos)


Lectores Opinan
28-03-2008 Es un buen cuento, realmente. Es el tercero que leo (me inscribí como miembro recién hoy), pero el primero que vale la pena. Los otros dos eran pésimos, incluso con faltas de ortografía. Baer
19-02-2007 Bueno ceciliaalbam
27-05-2004 La primera frase está mal hecha y no seguí por eso... jeckill
21-03-2004 adriano delgado, te apellidas como yo, pero nada que tus ecritos con los mios. Hay tanta cultura,tanta vivencia y tanto mundo recorido que es espectacular. yo soy una simple poeta que siente profundamente las cosas y plasmo en el papel lo que me dicta ese poeta que cada cual lleva. Mi enhorabuena por tu rico vocabulari y extraordinaria historia. me ha gustado leerte luciernagasonambula
05-03-2004 Excelente manejo del lenguaje. Es un gran acierto. Sin embargo, me preocupa que no tenga una trama inquietante y sea sólo un pedazo del Cid, aunque eso puede ser una nimiedad. Saludos de México demabe
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