Noche móvil
“Alguien tuvo la malhadada idea de llevar un perro a la casa. Y conviene decir que cuando Matías narraba ese detalle sus accidentales oyentes se veían forzados a reír. Pero no él, que cerraba en cambio los ojos en este punto como si quisiese mirar dentro del pasado.
Jamás vi un perro como ése, decía: comía cascaras de papas, cebollas, nabos, chauchas y cuanto se le venía a la boca; pero enflaquecía cada día más, a tal punto que los chicos, por referirse a las costillas, tan visibles, decían las espinas del perro.
A los pocos meses era evidente que el animal no viviría mucho tiempo. Una sola vez en su vida comió carne, mejor dicho la probó. Se la dio el tío un día, ante el asombro de todos. Pero adentro llevaba una píldora de estricnina.”(1)
Marqué la página doblándola en su extremo superior, apagué la luz y apoye el libro sobre el asiento de al lado, estaba vacío. En varios movimientos pude distribuir casi con cierta comodidad toda mi anatomía en los dos asientos.
Igual mis rodillas sufrían contra el plástico de la butaca de adelante.
Afuera, en la intemperie, la negra enagua de las sombras le fue cubriendo la carne al día; cuajando la incomprensible inmensidad del universo con los puntos brillantes de las estrellas.
Dejando bajo su seda la línea monótona de la pampa, y los impúdicos manojos de vellos, que son eucaliptus agrupados, cada tanto.
Los ojos cerrados siguen atentos, alertas, mirando en el insomnio dentro de esa noche móvil del colectivo. Esa noche de traqueteo, incómoda, con música de motor.
Nada incentiva más a la reflexión que las caminatas, o los viajes solitarios.
El micro, súbitamente, con el guiño encendido disminuyó la velocidad, desentono un rebaje en la marcha y se fue deteniendo mansamente dirigiéndose hacia el playón de una estación de servicios. Se balanceó en bruscas sacudidas cuando dejó el nivel del asfalto, y quedó clavado tras un corcovo haciendo mover las cabezas hacia atrás. Todas a la vez.
En plena ruta, en plena travesía.
Con mis ojos cerrados de viajero, esa noche, es tan profunda, que ya no se puede hacer pie en ella.
Siempre me tapa.
Me impregna y no soy nada, apenas un bulto en las sombras. Y mis ojos se abren en el mismo insomnio, dentro de ese mundo vacilante. Y en el desconcierto de la oscuridad por un instante (de desesperante angustia) soy Matías tratando de encontrar un acto de bondad en la persona de su tío, la perfecta imagen del demonio.
Un potente soplido me despierta, se abre una puerta con un sistema neumático y por ella ingresa el humo del gasoil carburado.
Ese olor antiguo, ese olor de madrugadas, ese olor de que papá sale en el camión.
Y el chillido metálico.
Una voz entre sueños dice que paramos diez minutos. Y baja entre el olor a gasoil encendiendo un cigarrillo, luego desciende también el otro chofer. Este sin hablar, tratando de ver la hora en su muñeca, enfocando el vidrio del reloj hacia las luces del parador. Se levanta el cierre de la campera hasta el cuello, y se frota las manos mientras camina.
Se escucha el motor regulando, ronroneando resignado. El resto es silencio.
Decido bajar. Bajo.
El aire de la noche me aviva plenamente al respirarlo, me alejo hacia la oscuridad del campo abierto evitando el escape del Mercedes y el olor de los baños, acostumbrando los ojos al horizonte negrísimo.
Que bueno es orinar mirando las estrellas.
Estar en el universo y especular que estamos solos, nadie más en esa vastedad.
Qué engreído pero, qué posible.
No se lo puede imaginar totalmente en nuestros insignificantes cerebros.
Y si no es así, si la vida nos vino de afuera. De esa oscuridad indescifrable.
Y hay alguien más, y de ellos viene nuestra estructura.
Esto que somos.
Termino mi acto evacuatorio vesical emparejador de clases sociales que tiene esta especie terráquea, y continuo buscando algún movimiento entre las estrellas.
Y si somos el producto de unos aminoácidos salpicados sobre una roca, que aparecen luego de una reacción fortuita entre energía que se fusiona. Que choca.
De impredecible origen.
Y sin pretenderlo vuela. Se desplaza en el vacío, en caída libre y no levanta ni viento. Nada, porque está vacío.
No hay, ni lo que pesa un ruido.
De ese infinito oscuro con algunas luces pequeñas.
Titilando.
En viajes a velocidad impensable.
Un meteorito. Un cascotazo de Dios.
Vuela llevando el juguito de vida y le pega en la boca a este planeta. Que como siempre deambula perdido, y se cruza sin mirar quien viene y liga el meteoritazo sin comerla ni beberla.
Y después sigue la adaptación de los jugos, y en su interior los aminoácidos se unen, colean y crecen.
En ambos casos es asombroso, pero regreso al micro. El hijo de aminoácidos que conduce ya está sentado en el volante, y se puede ir sin mí.
El viento sur ha comenzado a moverse, excitado, acarreando nubes y no es grato mostrarle la cara al maldito.
Una mujer joven lee, o simula leer alumbrada por ese minúsculo reflector encendido que tienen los ómnibus de larga distancia sobre la butaca. Un libro de Bucay.
Viaja sola, y finge estar tan ensimismada en la lectura que no registro ningún gesto que pueda aceptar como respuesta a mi fugaz presencia.
Ni un parpadeo teatral, ni un cambio de posición estudiado, ni un gesto de mejoramiento fisonómico.
Nada.
Paso junto a ella y me pierdo en las sombras de mi asiento. Sin provocar ruidos.
Ahora acechándola, como un cazador desarmado recuerdo un texto del Galo:
-“La chica decide reunir a los dos amigos en un solo cuerpo, el suyo...”.
Ya tengo el rostro.
No leas porquerías, - Pienso - mirando el reflejo blanco de las páginas del libro abierto.
Con el tiempo te ensucian las fantasías, y no te olvides que de eso van a estar hechos tus sueños.
Dejé a la mujer sola, para dedicarme nuevamente al cielo. Todo está en orden seguramente, me dije sin poder sacar los ojos de las estrellas que fueron desapareciendo tras densos nubarrones.
- Hace algo...!
Me había gritado Soria cuando nos despedíamos, luego de nuestro último encuentro. Cuando ya estábamos separados por un largo corredor del hospital. Y levanto una mano saludando, para continuar mirándome y después sí girar, y caminar hacia la puerta por donde desapareció.
Hacer, pensé, mirando esa puerta blanca que se había cerrado. Y no atiné a salir del lugar en que estaba parado.
Aveces es mejor no hacer nada.
Hay gente que es más peligrosa por su falsa actividad, más molesta, más amenazante, que si se dejaran de “hacer algo”.
Si se dejaran de fingir, me dije, recordando el dialogo anterior a la despedida.
Recluirme un tiempo en la pasividad, quizá me marque el terreno para una verdadera actividad.
No sé.
La Plata nunca fue mi ciudad, fue un exilio que traté de negar. Vuelvo a un lugar que ya no existe, pero debajo de la piel siento un placer que me aprieta, que me da escalofríos.
Espero encontrar algo de la adolescencia, sin dudas, disfrazada por el tiempo.
Comienza a llover, y las gotas obedeciendo la gravedad corren por el vidrio hasta unirse disciplinadas en un charco que se forma en el marco de la ventanilla, y en su rechazo líquido a toda forma se escapan por las juntas del metal.
Se me cruzaron entre la oscuridad las fantasías adolescentes, cuando solo leía a Hemigway, y quería ser como él. Pescar grandes merlines en el Golfo, beber daiquiris dobles sin azúcar hasta perder el habla en el Sloppy Joe’s o en el Floridita, cazar búfalos en Kenya o minas por las calles de París.
Por un momento me recorrió el cuerpo la sensación de nadar mar adentro en plena noche, sin costas a la vista y sin saber la profundidad del agua bajo mío.
En un pequeño acto privado también me dije, que la seducción es una de las formas de cambiar el orden del mundo, pero cuando ella apagó la luz me quede dormido nuevamente.
El motor gritaba monótono, rumbo al sur.
(1) Fragmento del cuento “La lombriz” de Daniel Moyano (1930-1992) Argentino, publicado en 1964.
(2005)
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