Cuándo acabará esta muerte, se pregunta Cardenal, cuándo. Su corazón y su mente perciben el mundo como un soberbio cementerio, Bernardo no está, Estelí tampoco, Fernando menos, y él (Cardenal) es una presencia forzada, algo semejante a un convidado por compromiso. La vida es aquello que se conoce al final y por única vez, lo sabe bien Cardenal. Pero es el único que no peca de ignorancia y disimula.

Esta mañana renunció a regar lirios en ofrenda a los que se fueron y se dedica a leer cuanta advertencia e instrucciones encuentra en los empaques de los productos que va usando. Sonríe con la inscripción en la cubierta del dentífrico: Estuche cerrado. No usar si estuviera abierto. Si tuviera que hacer caso a todas las señas, a todas las reglas, pobre de mí, piensa. Escupe burbujas y se enjuaga la boca por última vez.

En su ritual de aseo, Cardenal coge el afeitador, lo hace girar, tiene tiempo de sobra para concentrarse en los melifluos destellos del objeto recién adquirido. Piensa en ella, en cuando su mirada coincidió con la suya, en marzo, no en enero, quizá era abril, lo más seguro diciembre, diciembre de 1945. Hace ya 60 años. Eran épocas que aún le traían confusión respecto de la vida, entonces creía ya saborear ese néctar reservado para el último instante. Pero ella se fue y, a su partida, le reveló una gran verdad: la muerte, aquella que habita en todos sin excepción.

Cardenal desfila sus palpitantes dedos sobre la crecida blanca barba mientras lee en la lista de preguntas frecuentes una que dice: Does it hurt? Sonríe otra vez, poco le importa la respuesta anotada. Life hurts. Yes, it hurts, piensa. Espesas gotas de sangre se disipan con el agua que circula en el lavabo. Cardenal no hizo caso de las instrucciones y este es el precio, se le va la muerte. Bamboleándose se acerca hasta la habitación donde le aguarda un ataúd destapado. Y por ósmosis regresa a su mente aquella advertencia: No usar si estuviera abierto.