Asustado me siento cada día que pasa
cuando me despierto y puedo pensar
que ha amanecido de nuevo, lográndome despertar
del ensueño que me recorre en la noche
haciéndome creer que puedo revivir
lo que en el día no quise o no pude recibir.

Me despierto y estoy asustado porque me giro
y veo que a mi lado sólo está el blanco vacío
de la límpida pared de la habitación donde me estiro
para dormir en las noches impías del estío.

Estiro el brazo para acariciar el rostro
que no encuentro y, sin razón aparente,
surgen, de repente, unas frías lágrimas.
Y no hay más que dos tristes lágrimas
sin quejidos ni gemidos ni estúpidos lamentos.
Simbolizan el miedo que nos recorre a todos
al pensar en la tristeza que nos produce
el bello y horroroso, el frío y el cálido sentimiento
que es la importunísima soledad.

Esa soledad vacía y llena al mismo tiempo,
dulcemente amarga, casi comparable
al sabor dulzón del más negro de los chocolates
con el amargo sabor de las más ácidas naranjas.
Ácida como la venganza que crece en el interior
de cada uno de nosotros, cuando ante el horror
del miedo, no sabemos responder de otra manera
sino de la más cruel de todas ellas.

Y ahora le recorre un sudor frío y no sabe,
no sabe cuán grande es la pena que crece
en su corazón cuando despierta y no hay nada,
nada ni nadie que en la noche le abrace,
que le pida un beso efímero de sus secos labios,
o que le susurre en el oído los más ansiados cuentos
que un pobre hombre como él quiera oír,
y saber así cómo tiene que realizar sus actos.
Unos actos que le pueden llevar a la perdición más grande
o al lado de alguien que le quitara ese miedo insoportable
que siente cada vez que abre los ojos en la oscuridad
y busca con un gesto inútil un rostro que acariciar.