En el momento en que la vi pasar se me fueron los pies hacia ella, y el resto de mi cuerpo les siguió. La perseguí avenida arriba, en dirección a la Plaza de Armas, sorteando padres y madres con niños, parejas amarteladas, abuelos con nietos y perros, carritos de helados, vendedores de globos, camareros con bandeja, carricoches de bebé... sin poder alcanzarla. En un momento dado pensé girar rápidamente, sin dar tiempo de reacción al dobladillo que cose mis pies a mi sombra a ras de suelo, y darle alcance con un golpe de sombra, consiguiendo así llamar su atención. Pero no debí ser lo bastante rápido en dicha maniobra, y tropecé conmigo mismo cayendo al suelo en estrepitoso derrumbe y embarazosa situación, en mitad de la avenida, domingo a mediodía después de misa, hermosa mañana de hermosa primavera recién arribada… la avenida a reventar. Unos pocos paseantes se acercaron prestos a ayudarme, algunos reían por lo bajo, la situación era cómica por lo inexplicable del batacazo, menos cómica para mi que sufría el rubor de la vergüenza, y el dolor -menos intenso que el bochorno- en nalgas, piernas y espalda. Ella no estaba entre los que saltaron en mi auxilio, y así, en medio de la maraña de piernas ajenas y algunos brazos auspiciantes, la perdí para siempre, aún antes de haberla encontrado, tacones y caderas a ritmo frenético, en busca de dios sabe qué, avenida arriba, en dirección a la Plaza de Armas.
|