El café se había enfriado sobre la mesa. El silencio dio paso a otro estado más meditativo, hondo, como de plomada en el estómago que cae tirando hacia abajo apenas imperceptiblemente pero empujando su boca hacia el vientre. Atribulado como cumbre envuelta en niebla y sin salida de nuevo, repito escenas cuyo diálogo me asquea. No sé o no me atrevo a inventar otras. Me siento abatido y, al mismo tiempo, rebelde. Apoyo mi cabeza entre los brazos, sobre la mesa. Me pesa. Dar un paso decisivo, cortar amarras con actitudes y pensamientos. Lanzarme al vacío sin miedo. Dormir. Dormir. Dormir…
Camino por una callejuela de mi pueblo natal. Es noche oscura. Doblo una esquina y otra y ya estoy en la Plaza de la Iglesia. Me paro frente al gran árbol sin hojas y apoyo la escalera que agarré del gallinero, esa que está hecha de ramas secas de rebollo. Asciendo sin titubear por sus escalones retorcidos con la soga al hombro. Me encaramo, tiento, ato y ajusto el nudo corredizo a mi garganta. Ni un átomo de miedo. Frente a mi vista, sin que me vean, unos metros más allá, en dirección a la Iglesia, una procesión de devotos con velas encendidas y una virgen en andas rodeada de flores y cirios alumbrándola. Me descuelgo sin pensar y mi cuerpo pendulea unos instantes. No hay dolor ni temor. Mi cabeza, caída por el cuello roto, observa el vapor denso que sale de cada una de las perneras del pantalón que visto. Ese vapor se hace niebla que se disipa al poco y me deja ver un cuerpo desnudo que apoya sus antebrazos en el suelo y cuyas piernas todavía caen desde la bruma de mis pantalones. Sin darme cuenta, mi visión es de abajo arriba. Veo salir mis pies de los camales de la ropa de un hombre que se ha suicidado colgándose, cuyo rostro se ha desinflado como un globo y se apoya sobre la solapa de la camisa. Los grandes pliegues de la cabeza deshinchada sólo me dejan ver partes de sus cejas, nariz y boca. Sigue la procesión y sus cánticos remotos. Ya van entrando al templo. ¡Qué vergüenza! Me pueden ver desnudo. Levanto del suelo mi cuerpo aún brillante y húmedo, tapo con las manos mi sexo y corro por donde vine hasta llegar a mi casa. Entro y trato de no hacer ruido, pero mi madre, desde la cocina, dice alguna frase para que quien entre le conteste y sepa quien es. Lo hago así y subo hacia mi habitación sin que me haya visto.
Despierto. El café sigue en la mesa, frío y negro como ojo de caimán. Me desperezo. Lo recuerdo todo. Repaso cada instante del sueño y lo vivo de nuevo despierto.
Ahora me atrevo.
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