-Si pudieras escoger, cuál es la forma como preferirías morir?
No puedo recordar ahora como fue que llegamos al momento en que Micaela, la anciana que conocí en el parque hace una semana, me hizo esa pregunta. Paseaba yo aquella tarde de otoño por el parque cercano a mi casa, como usualmente lo hago al retornar de la oficina. Con ese breve paseo procuro botar las tensiones propias de mi trabajo, y de esa forma llegar de mejor ánimo a mi hogar.
Aquel día, Micaela estaba sentada en el borde de la pileta, al centro de la plaza. Mecía displicentemente su mano sobre el agua, mojando apenas sus largos y resecos dedos. Me quedé mirándola porque me pareció que en realidad estaba escribiendo en ella.
-¿Qué escribe, abuelita?- Le pregunté con una sonrisa. Me sorprendieron sus ojos profundamente celestes, increíblemente vivaces y juveniles en ese rostro plagado de arrugas. –Mis deseos, hijo. Mis deseos y sueños. Sólo en el agua puedo escribirlos.
Soy terriblemente dado a los lugares comunes, por lo que mi torpe respuesta me avergonzó no bien terminé de decir: -Vaya, conozco gente que los escribe en el aire! No había conocido alguien que lo hiciera en el agua.
Micaela sonrío, y no pude notar ironía alguna en su voz: -No, querido. El aire se los lleva lejos. En la tierra son aplastados por mucha gente. Incluso en el mar no se puede, porque sus olas los llevan a puertos lejanos. Sólo en el agua empozada, como aquí, puedo escribir mis deseos y mis sueños- no era la respuesta que se le da a un impertinente, sino la que le puede dar una abuela ingeniosa a su nieto curioso.
Me senté a su lado. -¿Cómo te llamas, abuela? ¿Vives cerca de aquí?
-Micaela, mi madre quiso que me llamara así aún antes de conocer a mi padre.- Pasé por alto el que sólo respondiera la mitad de mi pregunta.
Así como me ocurre con los lugares comunes, también con las impertinencias: - ¿Y se le cumplen sus deseos? ¿Le quedan algunos por cumplir todavía?
-Todos se me han cumplido, hijo. Todos. Incluso el que pedí ahora.- No sentí reproche alguno en su respuesta, por lo que seguí, envalentonado: - ¿Y qué fue lo que pidió?
-Que te acercaras y conversaras conmigo. Te estaba esperando.
Un breve momento de rubor subió a mis mejillas, como pequeño truhán pillado en falta. -¿Me esperabas? ¿Porqué a mi? ¿A caso me conoces?
-Como si te conociera, muchacho, así de cercano te siento- Y luego de esto comenzó a describir mis sentimientos, mis angustias y mis propios sueños como si realmente yo fuera transparente, como si gritara todo lo que tengo dentro a cada paso que doy.
Mis paseos en el parque nunca duran más de quince o treinta minutos, sin embargo ya el sol se estaba ocultando cuando Micaela me formuló aquella pregunta.
-¿Escoger la forma de morir?- Contrapregunté, como una forma de recuperarme de la sorpresa. –Si, hijo. No te parece extraño que a lo largo de nuestra existencia estemos facultados para tomar tantas decisiones, y que sin embargo no podamos decidir sobre una cosa tan trascendental? ¿No nos hablan las religiones del libre albedrío con el que nos premia el Creador?
Guardé silencio. Comenzaba a sentirme desnudo, desvalido. La mirada de Micaela y sus palabras habían logrado llegar a mis miedos más profundos. Repasé mentalmente todas las formas de morir que conozco. –No lo sé, Micaela. Imagino que una muerte serena, sin sufrir. Una muerte rápida e indolora. Lo mejor sería morir en el sueño, creo yo.
-Morir en el sueño. Micaela repitió mis palabras mientras las iba escribiendo en el agua de la pileta. El crepúsculo añadía brillos de plata y carmesí a las ondas que provocaba en la superficie.
Ambos guardamos silencio entonces. Pasaron otros diez o quince minutos en que me quedé oyendo el latir de mi corazón. El murmullo del viento entre los árboles no lograba calmar mi inquietud, sino que la acrecentaba. Finalmente Micaela se levantó para despedirse: - Fue un gusto hablar contigo, querido. Y no te preocupes, que la pileta no se llevará tu deseo a ninguna parte ... pero tampoco lo olvidará.
La mire caminar mientras se alejaba. Comencé a sentir mucho frío, por lo que me puse de pie y apuré el paso para llegar pronto a casa.
Tras recibir el beso de mi esposa y de los mellizos, todo pareció volver a la normalidad. De hecho así fue. Hasta ahora no reparé en lo anormal de esa normalidad, por cuanto olvidé por completo a Micaela y nuestro encuentro en el parque. Nunca había ocurrido, no tenía rastro de ella. Hasta ayer por la noche.
Su rostro se me apareció en un sueño vacío, donde nada ocurría. Un sueño de aquellos en que sabes que estás soñando, pero no ocurre nada más que un fondo oscuro, sin sonidos, movimientos, luz ni color. Como si se descorriera un velo, su rostro apareció en medio de mi sueño. Era su misma mirada dulce, su misma calma profunda. Nada en esa imagen explicaba el enorme terror que estaba yo sintiendo en ese momento.
Finalmente, ya no podía respirar. Comencé a asfixiarme, sentía mi cuerpo húmedo de sudor y rígido hasta el dolor.
- Ernesto ... Ernesto, despierta! Laura me sacó de esa pesadilla con fuertes remezones. Me senté en la cama sudando y tembloroso. -¿Qué tienes, cariño? ¿Te sientes mal? Me despertaron tus gemidos y te vi sudando como afiebrado, dando bocanadas como pez fuera del agua. Me asustaste mucho, amor!
No supe que responderle. Me levanté y tomé una ducha. Fui a la cocina por un vaso de leche tibia. Pero nada sirvió para que consiguiera volver a dormirme. Me quedé en la sala, sentado mirando por la ventana desde donde se divisa la pileta en la plaza, hasta que la luz del sol logró disipar todas esas sombras oscuras que yo juraba ver bailando suavemente a su alrededor.
He ido al médico, me ha realizado un chequeo completo y no encontró nada malo, nada de que preocuparse. –Crisis de pánico, Ernesto. Son comunes en estos días de trabajo intenso. Toda la gente corre de aquí para allá, buscando ganar más dinero que les permita comprar cosas que creen que necesitan. Cuando las tienen, sólo les sirven para darse cuenta que siguen necesitando más.- Mi médico de cabecera es muy dado a este tipo de disquisiciones en sus consultas, lo que siempre me entretenía y relajaba, pero no esta vez.
No tenía sentido contarle a él, a mi esposa o a nadie sobre Micaela. ¿Qué les iba a decir? ¿Qué una dulce anciana me hizo un regalo terrible? ¿Qué gracias a ella ahora sé con seguridad absoluta como voy a morir?
Son las tres de la mañana. Hace unos momentos se me cerraron los ojos sólo por unos segundos, y ella estaba ahí, aguardándome tras mis párpados. El aire se escapó de mis pulmones y no podía hacerlo volver a entrar. Mi corazón latió como loco hasta que terminó por detenerse abruptamente. El bendito chirriar de los neumáticos de algún coche afuera, en la calle, me hizo despertar. El aire volvió a entrar y el corazón a latir. Pero todavía estoy sudando.
Tengo que mantenerme despierto. Mañana iré a la pileta de la plaza y borraré las palabras de Micaela. O mejor aún, la esperaré todo el tiempo que sea necesario. Ella tiene que volver y borrar esas palabras del agua. No quiero su obsequio. No quiero esa espantosa muestra de gratitud para con un tipo que quiso compartir su soledad una tarde de otoño.
Quiero volver a dormir tranquilo, sin miedo. Quiero volver a dormir. Quiero dormir ....
-Micaela, mi madre quiso que me llamara así aún antes de conocer a mi padre.
Laura se sintió invadida de una profunda paz. Los azules ojos de la anciana parecían devolverle la tranquilidad perdida. Se sentó a su lado. Micaela dejó de escribir en la pileta, y le sonrió con dulzura:
-Tan joven y de negro, querida. Ven, acompáñame un ratito.
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