DEMASIADA RELIDAD (I)
para Eduardo
Terminé mi estofado con sabor a condena a muerte y me preparé a abandonar la oficina. Digo con sabor a condena a muerte porque almorcé solo, y eso debería estar sancionado con la pena capital. De todas formas quién se sienta en silencio y solitario a la mesa ha aceptado ya, al menos en parte, la muerte.
Salí a un mediodía con un sol invernal que calentaba un poco demasiado, para dirigirme a esa linda oficina donde nos fichan a todos al nacer, al casarnos, al comprar un auto y al asomar la nariz por donde no debemos. Llego muy feliz a la ventanilla para pedir un rectángulo de papel que acredite en el resto del mundo que efectivamente he nacido, con mi sexo actual y que ocurrió en Valparaíso, como suelo declarar orgulloso, en fecha tal a fojas tanto, tantos pesos. Eso si el papelito en cuestión no acredita que yo siga existiendo, lo que invalidaría automáticamente el trámite para el cual lo necesitaba.
Me recibe en la ventanilla una especie de ser humano pintarrajeado, gastado y cubierto de su uniforme estándar de polvo, de pelos quemados y sonrisa poco convincente. Luego del saludo convencional comienzo a hacer mi totalmente razonable petición:
-Necesito un papelito que acredite en el resto del mundo que efectivamente he nacido.
-Muy bien señor, ¿con qué sexo?
-El actual, madame.
-Tomo nota señor. ¿Con qué número le persiguen o le apuntan con el dedo?
-Soy el tantos millones tantos mil tantos, raya tanto.
-Perfectamente señor. ¿Dónde dice usted que vio la luz?
Entonces siento miedo. Miedo a decir Valparaíso, a los efectos mágicos del vocablo, a lo que ocurre cuando evoco al puerto de noche. Pero me armo del valor propio de mi sangre seca y enuncio con parsimonia religiosa:
-¡Valparaíso!
Al instante, por supuesto, ocurre lo que había de ocurrir. La tierra se agita dando sacudidas-gánesela-al-toro, con una violencia excesiva por un diferencial de tiempo. Obviamente la tierra se mueve sin mi, que me mantengo indiferente, mientras saco el dinero y pregunto al humanoide que si esto o lo otro. El resto del mundo tiembla, teme, suda, respira, se sonroja, desenfunda celulares para llamar a parientes olvidados, comentan los últimos sismos y el fin del mundo. A mi, que me registren, sigo hablando de Juan Diego.
Pasados los sustos el ser vuelve a reparar en mí, recuerda mi petición y comprobando mi nula reacción ante las bellezas inesperadas de la naturaleza dictamina:
-¡Usted señor no ha nacido ni nacerá jamás!, ¡Venir a hacerme perder el tiempo a mi! Estampillas y timbres varios, papel sellado, son quinientos cuarenta pesos todo trámite. Vuelva por donde vino, o váyase, que nos da igual.
Decepcionado una vez más de la burocracia salgo de la linda oficina y cruzo la calle por una esquina llena de consensuadas amabilidades urbanas. |