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Inicio / Cuenteros Locales / moebiux / El viejo Job (de los extraños diarios de Alexander Íllic)

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En primer lugar, gracias por la calurosa acogida a la primera entrega de estos extraños diarios del no menos peculiar Alexander Íllic, ese lejano pariente del que ya os hablé en la anterior ocasión (véase “Los extraños diarios de Alexander Íllic", en esta misma web). En segundo lugar, aceptad mis disculpas por adelantado por mi lentitud a la hora de transcribir los textos. Como ya os expliqué, están escritos a mano y son tantas las anotaciones que es fácil perderse. Además, en muchas de las páginas de esos cuadernos sólo hay anotaciones dispersas, párrafos inconclusos, notas que me figuro tomadas al vuelo de lo que pudieron ser casos que no se terminaron o que su desenlace fue demasiado trivial para ser explicado. Eso es algo que nunca sabremos. Pero no es el caso de la historia que os traslado hoy. Bajo el título de “El viejo Job” aparece la narración tal cual os la presento, sin tachones ni correcciones. Y por la fecha y el lugar, la debió escribir al día siguiente de los hechos que comenta. Una recomendación: leedla cerca de una chimenea, de una estufa y con un tazón de vuestra bebida caliente favorita, puede ser que la necesitéis.
Un fuerte abrazo a todos,
Moebiux




El viejo Job

Entramos en el cementerio minutos después de la medianoche cuando, según los lugareños, se podía ver al cadáver viviente, al zombie, que atemorizaba la comarca. El médico del pueblo, quien pacientemente nos acogió en su hogar, nos explicó que todos creían que era el viejo Job, un antiguo marino que desde hacía años vivía solo en su pequeña casa en las afueras del pueblo, un viejo irascible, alcohólico e iracundo, al que todos temían en vida y que, por lo visto, seguían temiendo tras su muerte semanas atrás.
- Comprendan que la gente de aquí es todavía muy supersticiosa, y el viejo Job tenía fama de muy mal carácter, ¿entienden? Pero no juzguen mal a mis paisanos, aquí la noche llega muy pronto y la niebla es espesa, así que es fácil imaginar cualquier cosa – dijo el doctor.
El profesor Sebastian afirmó comprender y dijo:
- Iremos al supuesto lugar de su aparición esta misma noche. ¿Querrá acompañarnos, doctor?
Todavía tiemblo cuando vi cómo se transformaba su expresión, cómo su rostro palidecía. Y cómo, con voz balbuciente, se excusó aludiendo a un antiguo reúma que lo tenía muy castigado.
Armados con linternas, nos adentramos en el amplio cementerio, campo santo también de varias aldeas cercanas. Nada más traspasar la verja, el profesor Sebastian nos dio las instrucciones:
- Vamos a separarnos. En cuanto vean algo, avisen a los demás. No corran demasiado, no tengan prisa. A no ser, claro está, que sea necesario (afirmación a la que acompañó una sonrisa enigmática). Pero no se apuren, los que están aquí no nos van a hacer nada. Deben temer a los vivos. Suerte y tengan paciencia.
Todos asentimos y tomamos cada uno una dirección distinta, caminando pesadamente. El frío era intenso y la niebla densa. El haz de luz de la linterna apenas llegaba a iluminar un par de metros más allá de mis pasos. Era difícil no dejarse llevar por los ruidos de la noche. Varias veces oí –cada vez más lejos- la voz del profesor: “¿Todos bien?” y los demás repetíamos nuestro nombre primero y un decidido “sí, profesor” después.
Ya debíamos llevar casi una hora dando vueltas por aquel desolador paraje cuando pasó algo. De repente, noté que la temperatura bajaba brutalmente. Mi cuerpo reaccionó dando un temblor convulso. Casi al instante, sentí un olor muy fuerte, nauseabundo. Y noté una extraña presencia cerca de mí. Me giré bruscamente y mi linterna lo iluminó.
Un viejo de barba sucia, con la cuenca de los ojos vacía, con la piel apergaminada, con gusanos asomando por la boca... Y lo tenía a tan sólo un metro de mí, acercándose con paso bamboleante, horriblemente lento.
Recuerdo que quise gritar, pero no pude. Mi respiración agitadísima apenas me sostenía en pie. No podía moverme, mis músculos no me respondían. El viejo, eso, lo que fuera, se acercaba a mí abriendo los brazos. El corazón me latía a mil, sólo se me escapaban gemidos, las sienes me reventaban. Recuerdo casi de una forma borrosa el espanto, el inmenso espanto cuando aquello se abalanzó sobre mí, me abrazó. El frío se hizo tan intenso como si me hubiera agarrado una barra de hielo. Se me cortó la respiración y me sentí pesado, infinitamente pesado. Absolutamente petrificado sólo llegué a levantar ligeramente los brazos y a tocar su espalda, pero no tenía fuerzas para separarlo. De pronto, el viejo deshizo su abrazo y se separó de mí. Recuerdo de forma borrosa, medio mareado, como oí algo así a un “gracias” y juro por lo más sagrado que creí ver en ese rostro putrefacto algo parecido a una sonrisa. Y no recuerdo nada más porque, en ese instante, perdí el conocimiento.

Desperté envuelto en mantas, al calor de la chimenea, en la casa del doctor. “No se apure, joven, ha sufrido una hipotermia, pero se pondrá bien. En cuanto le apetezca le prepararé un plato de sopa caliente. Y si tiene frío, dígamelo, que mantas no me faltan”. Agradecí la oferta del doctor y busqué con la mirada a mis compañeros, repartidos por el salón junto con el profesor Sebastian, que se entretenía mirando el fuego. Roberto Monglofierro se abalanzó sobre mí dispuesto a preguntarme qué había pasado, qué había visto. Les narré con todos los detalles lo que había sucedido. Cuando di la descripción de aquel viejo, oí como el médico susurraba a Sebastian “sí, era Job”. Enseguida pregunté yo:
- ¿No visteis nada vosotros? ¿Qué pasó? ¿Cómo me encontrasteis?
Roberto me explicó:
- Al ver que no respondías a la llamada del profesor, nos juntamos todos y te buscamos. Tras unos minutos, te encontramos tumbado en el suelo. Allí no había nada, salvo tu linterna.
- Pero yo vi algo...¡lo pude tocar! ¡Tiene que creerme profesor!
- Y le creo, Alexander, le creo.
Se hizo un silencio tenso que duró un instante.
- Entonces lo que vi... ¿era.. era..?
El profesor Sebastian, sin apartar la mirada del fuego, respondió:
- Lo que usted vio fue a un pobre diablo que no quería irse de este mundo sin un abrazo. Sólo eso.
El resto de la noche la pasamos callados y taciturnos, mirando el crepitar del fuego, mientras el doctor roncaba en su sillón y yo no dejaba de tiritar bajo mis mantas. Cuando estaba a punto de dormirme, oí al profesor murmurar al fuego:
- Descansa, viejo Job, descansa en paz.
Y me dormí, todavía no sé muy bien por qué, con una sonrisa de satisfacción.




© ® Pedro Marín Mármol, 2003

Texto agregado el 12-09-2003, y leído por 1172 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
20-05-2013 Maravilloso relato! Carmen-Valdes
26-05-2005 Excelente relato. Usted se domina en todos los géneros narrativos. Que bueno quel o que quería Job era un abrazo, que si hubiera sido el personaje de "Almas en penes"; ya me imagino la escena. Seguiré disfrutando de su talento. newen
27-09-2004 Genial. Seguiré adelante, aunque disfruté más con los cuentos de la vida real. jorval
15-07-2004 Ayer, después de leer el primer capítulo de esta serie de historias, me imprimí el resto y los lei del tirón. De los otros ya te comentaré en el lugar correspondiente, de este, te diré que me mostró un poco más del gran personaje que es ese tu tio abuelo y otra persona, que aquí empezaba a despuntar, que es el profesor Sebastian... Que historia tan bonita les tocó protagonizar, y que frase mas idonea para terminar el relato, que a la vez dibujaba un poco mejor a Alexander: "Y me dormí, todavía no sé muy bien por qué, con una sonrisa de satisfacción.". Un abrazo admirable señor Moebiux. Eddy_Howell
10-05-2004 Mira, hasta te he hecho caso, y antes de leerlo he encendido la estufa, (y estamos en mayo!), pero me ha sentado bien. Me ha encantado, increible, pero supera la parte anterior, consigues una combinación curiosa, dificil de conseguir, yo he perseguido muchas veces eso mismo en mis relatos y hasta ahora no lo he conseguido, o me sale terror o me sale drama o me sale comedia, o al menos me sale algo q no tiene q ver, asi q de nuevo, mis felicitaciones, y un 10, tus cuentos fantásticos son eso: fantásticos Vihima
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