Era como una miserable de Víctor Hugo, vestida con medias de colores, una falda de seda apolillada, un gabán a cuadros rojos y un sombrero de plumas, rodeada permanentemente de gatos con los que compartía su comida a cambio de compañía. Llevaba una tonelada de maquillaje con los mofletes pintados de rosa y los ojos en azul cielo, el pelo recogido con miles de lazos de raso y en su sonrisa lucía algunos vacíos. Paseaba por la ciudad, se bañaba en la fuente del parque desnuda para el disgusto de los padres y la curiosidad de los hijos. Cada día se recorría las Ramblas de arriba abajo asustando a los niños y dándole de comer a las palomas. La llamaba Heidi por el maquillaje, pero sus padres la bautizaron Conchita, en honor a su abuela. Últimamente había perdido peso.
Era maestra de escuela, casada y con hijos. Vivía en la casa de sus padres y por las tardes cuidaba el jardín que había ido creando en el tejado de su casa. Entre geranios y flores de mundo leía todo lo que podía. A su padre lo mataron en la batalla del Ebro durante la Guerra Civil. Envidiaba a los “jóvenes de hoy” por poder decir lo que pensaban sin temor a la censura, el desprecio y la marginación. Ayudaba a pensar a sus alumnos y los alentó a ser mejores, a veces recibía ramos de flores de sus ex alumnos junto a algún ejemplar de novela, una invitación a una inauguración o entradas a conciertos. Se sentía amada y amaba con toda su alma, creía en la vida y en Dios, aunque despreciara la Iglesia. Se sentaba cada tarde en un café y escribía cuentos infantiles que luego les contaba a sus hijos para dormir.
Pero la vida se le truncó una tarde de otoño. Revisión de rutina, Antonio tenía cáncer de pulmón. Tardó dos años en morir. Como abnegada esposa estuvo con él cada día, velando su sueño en aquella sórdida cama de hospital esperando vehementemente que la cirugía funcionara. Cuando falló que funcionara la quimioterapia, más adelante la radioterapia. A veces mejoraba, y podían pasear de la mano por los jardines del hospital, incluso pudieron ir un par de veces a la playa. Pero al final fue inútil. La dejó sola. Y la casa le parecía vacía sin él. Juan y Sara intentaban ayudarla, hacía años que se habían marchado de casa, incluso tenía su primer nieto, hijo de Sara, un lindo muchacho que le recordaba a Antonio. Cada tarde la sacaban de casa, la llevaban a almorzar e intentaban convencerla de que se fuera a vivir con ellos una temporada. Ya no había jardín en la terraza.
Un día primavera, seis meses después de la muerte de Antonio, sonó el teléfono. La llamaban del hospital. Un accidente de tráfico. Sara había muerto. Su yerno estaba grave. Su nieto, en coma. Un camión había perdido el control y los había arrollado. Al niño lo habían encontrado a veinte metros del lugar del accidente. Juan fue a buscarla, la encontró tendida en la cama, llorando amargamente y fue incapaz de sacarla de allí. El dolor era demasiado peso y no la dejaba respirar. Su yerno quedó convertido en un vegetal incapaz de pronunciar una palabra, el niño murió a los pocos días.
Hace algún tiempo la desahuciaron. La echaron de casa de sus padres. Juan se había ido del país buscando un futuro mejor. La guapa Conchita perdió la cabeza. Sus pertenencias estaban en un carro de la compra que pasea por toda la ciudad. Vive de la caridad y se sentaba con cualquiera que quiera oír su historia. La veía pasear cada día pidiendo comida a los transeúntes. Cada semana se acerca al cementerio, y les cuenta a Antonio y a Sara cuentos infantiles. A veces la invitaba a un café y una magdalena en un bar del barrio para que me contara anécdotas de tiempos más felices. En ocasiones traía en su carro cosas que le daban en la puerta de la iglesia para vender, aún conservo una cámara reflex que ella consiguió para mí. Fui a preguntar por ella al albergue donde dormía, hacía meses que no la veía, allí me dijeron que había muerto una noche de repente. Conservo una foto que me regaló de cuando era una joven maestra, la tengo en mi mesilla de noche para que me cuente cuentos mientras duermo.
Acerina Martín Cruz
Santa Cruz de Tenerife, a 23 de octubre de 2004
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