Gabriela se la pasaba dibujando todo el día y en todas las clases. Me tomaba el cuaderno por sorpresa y ¡tazzz! ya tenía un recuerdo de Gabriela, por lo menos si dibujara con lápiz, pero no, con la pluma más negra que encontró dejaba sus recuerdos para la posteridad.
Mis cuadernos estaban llenos de sus dibujos, nos sentábamos juntas, era difícil estudiar con tanta cosa en las páginas.
Con el paso del tiempo la creatividad emergía, de ser caricaturas simples sus dibujos se convertían en cada vez más complejas imágenes. Todas ellas con un solo tema “el pito”, “pititos” como les decíamos. Ella con todo cariño los vestía de diferentes cosas, de vaquero, bombero, de policía hasta que un día ¡tiiiin! se le ocurrió hacer la caricatura de los maestros, ¡una idea genia!!!
El primero fue el maestro que nos daba Historia de México, a quien le decíamos “mosca” por aquello de los lentes que usaba, y pues Gabi ni tarda ni perezosa se puso a hacer el “pitito mosca”. Con todo detalle dibujaba el lunar que el maestro tenía en la mejilla, los grandes lentes justo en la cabeza del pene, en uno de los testículos el pañuelo con el que se secaba el sudor. ¡Magistral!!! Al final de la clase nos reuníamos a su alrededor para ver el trabajo terminado.
Así pasaron por la mano de Gabi el maestro de Educación Física, calvo y con el silbato en uno de los testículos, lo juro que hasta le puso chamarrita deportiva, se veía de lo más tierno. El maestro de civismo con su espeso bigote, saco de lana y los lentes siempre en la mano, que en su defecto se dibujaban en el testículo derecho. La vida era buena y divertida hasta que Agustín el maestro de Literatura vino a dar clase.
Agustín era alto y flaco flaco… con cara de tener sueño siempre, llegaba a clase tarde con la monja regañándolo por detrás y una pila de libros bajo el brazo. Gabi y yo no nos habíamos acordado de Agustín quien se había tomado unos días por motivos de salud, en cuanto entró al salón nos volteamos a ver anticipando lo que vendría. Esto no se podía dejar pasar, el “pitito Agustín” estaba por nacer. Al parece no fuimos las únicas a quienes se les ocurrió, por que varias dirigieron sus miradas a Gabi, con una sonrisilla de complicidad.
Sin esperar Gabi estaba sumida en su trabajo, Agustín nos hablaba maravillas de Gorostiza y de Cortázar, inclusive leímos en voz alta algunos pasajes, Gabriela no despegaba la mirada del papel, ocasionalmente para disimular miraba a Agustín, pero lo que hacía era mirar detalles, trabajaba duro. Cuando Agustín le pidió que leyera, tuvo que hacerlo dos veces para que pusiera atención, yo le tuve que mostrar en que línea íbamos, muy bien se incorporo y leyó como nunca.
Seguimos leyendo largos párrafos, Agustín caminaba tranquilo en el frente. Gabi estaba por terminar, todas mirábamos a Gabi tratando de mirar aunque fuese un poco del aquél tan anticipado dibujo.
Gabi dejó la pluma sobre el escritorio. Ya había terminado, levantó el cuaderno y me lo mostró, el “pitito” era largo largo y flaco, ocupaba todo lo alto de la hoja, le había hecho los ojos y el bigote igualitos, en el testículo izquierdo cargaba los libros, Agustín era zurdo, hasta en eso se había fijado, pero lo que nos cago de risa fue que el “pitito” miraba para atrás huyendo de la monja, cómo había hecho para plasmar la angustia en la cara del “pitito” no lo sé, pero no me pude aguantar y me tuve que tapar la boca para no soltar la carcajada.
Bajé la mirada y un par de zapatos estaban frente a mi. –Señorita, me puede explicar, que es eso tan gracioso. Lo miré y no pude más, le solté la carcajada en la cara. Por un instante me olvidé de Gabriela, por instinto la miré delatándola. Aprovechando la distracción de Agustín, ella arrancó el dibujo y lo hizo bolita. Él de inmediato se dio cuenta que mi risa estaba relacionada con aquello que Gabi sostenía en la mano, extendió la mano exigiéndole que se lo diera. Gabi apretó la bola de papel y en la cara del maestro de la metió en la boca.
El silencio era sepulcral, nadie se atrevía a hacer un ruido, hasta que Agustín agarró a Gabriela de los cachetes tratando de sacarle el papel. Toda la clase soltó la carcajada menos yo, quien estaba más que angustiada. Él repetía – Señorita Domínguez, le exijo que me dé eso que tiene en la boca. Ella se resistió hasta que se lo pudo tragar.
El salón era la locura, nadie se podía controlar, un nosocomio se ha de oír como esto. Hasta que la figura de la madre directora cruzó el umbral de la puerta con las manos cruzadas en su espalda.
Agustín seguía tratando de abrirle la boca a Gabi, yo estaba pálida como una vela, sólo podía pensar: “Mi mamá me va a castigar”.
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