El amor se asemeja increíblemente a esos castillos de naipes que la gente construye sin saber realmente para que. Es una labor ardua y difícil, en la que tienes que conseguir disimular el temblar de tu pulso si quieres alcanzar tus propósitos. Poco a poco, tu proyecto va creciendo, va cogiendo altura y esplendor, a la vez que mostrando con mayor claridad si cabe sus debilidades. Hay personas que no buscan complicaciones, y crean pequeños castillos, con la mitad de los naipes de una baraja, y hay personas que desarrollan auténticas obras de ingeniería sobre las superficies de sus mesas, empleando dos y hasta tres barajas en la construcción de sus sueños.
Hubo un tiempo en el que yo sabía construir castillos de naipes. Era otra época, otros años en los que la vida quizá era más fácil, y en los que los errores quizá no pasaran facturas tan extensas como las que ahora puedo encontrarme. Eran otras épocas, en las que parecía absurdo mirar atrás. Y yo, como muchos otros, fui un ingeniero soñador que decidió poner todo su empeño en crear un inmenso castillo de naipes con nombre propio, un castillo de naipes que todo el mundo mirase con admiración y, por que no decirlo, con cierta envidia. Puse todo mi empeño y junte tres barajas completas para desarrollar tan ambicioso proyecto. Fue una labor complicada, pero tras muchos años de empeño y trabajo, aquel magnífico y suntuoso castillo terminó coronando el techo de mis aspiraciones. Estaba tan terriblemente orgulloso con aquella obra arquitectónica que pronto me olvidé de la fragilidad que se ocultaba tras sus débiles pilares de cartón. Y una mañana, una suave brisa invernal derrumbó mi castillo, sin dejar ni rastro ni tan siquiera de los cimientos de lo que había sido sin duda una maravillosa demostración de las capacidades del ser humano.
Es impresionante la facilidad con la que a veces los grandes proyectos se derrumban. En otras ocasiones, son los mismos creadores los que, una vez cansados de su propio proyecto comienzan a retirar naipes de manera selectiva, probando la resistencia de sus edificaciones, incapaces de frenar sus propios impulsos y ambiciones hasta que ven como todo se derrumba antes sus ojos, preguntándose después el porqué de aquel desafortunado final.
En otras ocasiones, el malogrado arquitecto se obnubila ante la ingeniosa creación nacida de sus manos, y se despreocupa de mantenerla en un entorno adecuado, alejado de todo riesgo, ya sea un cruel viento de invierno que, como en mi caso, pueda derribar todo aquello por lo que había pasado tantas horas luchando, ya sea la también siempre cruel mano humana, dispuesta a destruir aquello por lo que otros lucharon tanto.
Tampoco son extraños los casos en los que el constructor, ávido de obtener resultados satisfactorios, y agotado tras acumular fracaso tras fracaso, intenta engañarse a si mismo creando su castillo de naipes, apoyándose en falsos pegamentos que unen las cartas y las mantienen firmes ante cualquier eventualidad que la vida presente. El castillo se mantiene firme frente al paso de los años, pero el constructor no siente orgullo alguno ante semejante creación, sabiéndose un vendedor de humo incapaz de crear algo real, lo suficientemente bello como para poder ser duradero. Hubo un tiempo en el que yo mismo creé una de esas construcciones. Y después de cierto tiempo, yo mismo terminé destruyéndola para encontrarme después con unos naipes totalmente destrozados, incapaces de ser reutilizados ni tan siquiera para los sencillos juegos de mesa para los que en un principio habían sido diseñados.
Y sin embargo, los castillos de naipes siguen teniendo algo mágico, algo encantador que te empuja a construirlos. No importan las veces que hayas visto derrumbarse tus anteriores proyectos. Tan solo recoges los restos de lo que una vez fue un empeño y los juntas de nuevo para reconstruir un nuevo sueño, diferente pero a la vez similar, intentando aprender de los errores pasados para poder conservarlo durante más tiempo si es posible.
Mi último castillo de naipes se derrumbo hace tiempo ya. Aquél día, con lágrimas en los ojos, prometí no volver a embarcarme en un nuevo proyecto de semejante envergadura nunca más.
Hoy me observo a mi mismo colocando las primeras cartas sobre la mesa, asegurándome de la manera más matemática posible que sean lo suficientemente firmes para soportar el peso del proyecto más ambicioso que nunca me había atrevido a soñar. Un castillo de naipes que se mantenga firme por siempre, enfrentándose al paso del tiempo con la confianza de estar edificado sobre la solidez de una base impoluta. Un castillo de naipes que se cimbree ante las inevitables inclemencias del tiempo, pero que sea capaz de resistir por siempre jamás.
Y me observo colocando las cartas con la estúpida sonrisa de un niño ilusionado, con la absurda felicidad de alguien que descubre la vida por primera vez.
Es increíble lo mucho que se asemeja el amor a los castillos de naipes
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