He visto ángeles rondar el patio trasero de mi casa, lo juro por esta cruz que ustedes ven acá; a veces al alba, otras tantas promediando el ocaso encendido. Incluso cuando camino rumbo a la panadería casi siempre vuelan a mi lado, escabulléndose ágilmente cuando he sucumbido a las ganas de tocarlos. Al principio cuando apenas los descubrí se mostraron tímidos y escurridizos, más, su luz irradiaba el convite al absoluto asombro, convocando tajantemente todos mis sentidos, los útiles y los no tan útiles, incluso el hipotálamo y parte cerebelo, también el pancreas, hígado y corazón. Fue precisamente por esta razón que ni tonto me moví de allí aquella primera vez que los vi y decidí quedarme por mi propia y soberana voluntad, quieto y asombrado; ¡ni que fuera un leso para perdérmelos!. En ocaciones sus alas me acarician la nariz acentuando los rasgos de mi rostro casi con histrionismo diría yo, provocándome más encima unas cosquillas que atraviesan por completo mi humanidad. Debo dejar en claro que esto no se trata de penaduras ni cuestiones de fantasmas; son sólo ángeles con enormes alas; tan bonitos como aquellos que parecen querubines en el cementerio, o los que aparecen estampados con brillos en las tarjetas de primera comunión.
Ha pasado el tiempo y siguen allí, ya aprendí que para no encandilarme con su intenso brillo debo usar una máscara para soldar, parezco un extraterrestre pero me sirve. Me siguen donde voy, contestan mi teléfono, me recomiendan buena lectura, a quien debo amar y a quien odiar, se meten en mis sueños, me soplan las respuestas, caminan a mi lado. Si hasta me ayudaron en una oportunidad a incorporarme tras tropezar torpemente en la acera, camino a mi trabajo, claro que los muy diablillos no pudieron resistirse a la tentación de sonreír. En ese momento supe que existía la posibilidad de seducirlos, de jugar con ellos (en el buen sentido de la palabra), de hacerlos participar de mi vida diaria, de darles opinión en mis asuntos, y de caer abatido a sus pies cuando el cansancio por ser hombre se monta sobre mis hombros.
Hoy casi todos somos socios, vatos, jugamos cachipún, lota y dados, paseamos en bicicleta y hasta arrendamos películas para verlas juntos. Ahora que los reconozco bien puedo distinguirlos de a uno. Hay quienes me piden dulcura y cuidado, otros que demandan afecto, existen algunos que me hacen estremecer la carne y otros que me llenan el alma de quietud y espanto. No faltan los que me llenan el rostro de resoplidos tibios y se fascinan imitando cosas que vuelan; imitando por ejemplo el vuelo de las mariposas nocturnas, el vuelo de las brujas; no falta el ángel loco que se las da de volantín sin cola o el que la pinta de burbuja o de estrellita.
Están aquí y espero que sigan aquí. Quiero mi pasión, quiero mi fulgor y quiero mi muerte metido entre estos ángeles, escondido tras sus plumas, cobijado tras sus almas. Deseo permanecer eternamente prendido de sus alas, aunque me digan adicto, aunque me llamen desquiciado. No me importa nada frente a su estremecedora majestuosidad, frente al brillo eterno de sus ojos, frente a la finura de sus rostros. Juro que por ellos cierro todas mis cuentas, regalo el gato, me pinto el pelo verde y agarro a escupitajos a mi jefe. Sepan todos que seguiré con ellos como un devoto hasta encontrarme finalmente con ese milagro que he venido esperando con fervor; ¡ah! y si por alguna razón no lo encuentro, igual seguiré con ellos porque soy porfiado, terco como una mula; y por último porque me gustan los ángeles que vuelan a ras del suelo, al alcance de mis manos; aunque otros prefieran a los diablos.
¡Ah y no me los miren mucho eh, ya que si les hablé de ellos es de puro bocón y cuentero que soy… por nada del mundo quisiera yo que me les hicieran ojo!.
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