Siempre quise que nuestro deseo fuese algo perdurable. Algo así como la lumbre incombustible de un sueño que nunca termina. Y muchas veces me armé de valor y se lo dije: "eres mi sueño diamantino". Luego, después de decirlo, nada más silenciarse la boca, cerrados los labios y entreabiertos los ojos entre el silencio, contemplaba su gesto. Tampoco me decía nada. Sólo sonreía. Y al hacerlo, como tratándose de algo fortuito, su cabello se alzaba muy levemente, como algo que sucede por mediación del azar, en ese movimiento que imita las hojas diminutas de un árbol en primavera.
Eran cosas circunstanciales, ahora lo sé bien. Pero era algo a lo que me tenía acostumbrada, y por eso mismo se me hacía natural. Aunque, con el paso de los meses, me percaté de que poco a poco se perdían algunas de esas miradas, que huían como queriendo borrar sus rastros precedentes. Como si eso fuera tan sencillo. Era algo del todo imposible. Mi memoria lo registraba todo a expensas de los deseos, de los olvidos, e incluso de las pistas borradas posteriores.
Ahora ví un motivo para no desear tener una memoria así. Aunque pronto rechacé esa idea absurda. Siempre es mejor crear trucos de artificio que anulen los malos sucesos, y así amparar, por siempre, a la memoria.
Y sucedió al cabo de pocos meses. Se fueron esfumando los detalles que alborotaban mis palabras. Dejó de moverse su cabello.
Procuré, incluso, pedir. Y disfracé mi exigencia y necesidad de su canto alegre por la mañana. Me olvidé ya de su rostro. De todo lo que me decía. Construí para mi memoria una jaula acristalada con su recuerdo. En su cristal se reflejaron los árboles del minúsculo parque central. El movimiento de las hojas de los árboles también se balanceaba, tocando así, las aristas redondeadas.
El sol, las nubes, la lluvia, fueron comensales diurnos y amantes nocturnos que le visitaron. Y yo, desde mi memoria, le seguía hablando, en otro idioma, palabras distintas, de un significado hermético. De un significado que él y yo siempre supimos nuestro.
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