La ciudad caótica me trata de atrapar.
Hay mil pies raudos y violentos
arañando el pavimento frente a mis pies tranquilos.
En una maraña de bocinas y bolsas de supermercado,
la ciudad trata de hacerme caer.
Trata de que el ruido chirriante de las combis
se refleje como escalofríos en la raíz de mi columna.

Yo no caigo.
Me siento en las zonas más transitadas
como desafiando el tiempo.
Como retando a cada taxi y a cada hombre de negocios.
Desentono encantada.

Me siento en posiciones demasiado relajadas
para que existan aún en esta ciudad.
Me distraigo observando el gris del cielo,
las luces en los anuncios, las llantas prestas a salir escapando
de cada carretilla de compras.

Cada esquine te enmudece,
te absorbe en nudos de caucho, tacones y smog.
Te enmudece cuando lo único que desearías es estar sorda.
Pero no caigo.

Suspendida del caos le sonrío a cada anciano
que intenta aún mirarlo todo con ojos de deseo.
Le hago muecas a cada niño para arrancarle
el sentimiento de ser arrastrados a un abismo de la mano de sus padres.
Sonrío, fumo, veo, absorbo y salgo intacta.
Floto entre las masas alborotadas.

Y cada vez que encuentro
que por cada 100 apurados,
existe un abuelo explicándole al nieto
que sobre el polo norte está el cielo,
con la sonrisa más grande en los labios,
descubro que hay quienes logran permanecer limpios.

Existen quienes aún amamos vivir en este bacanal.
Existimos quienes queremos nuestro aire contaminado,
lo sentimos frío, delicioso, como una cachetada a la inmovilidad.
Queremos el ruido de las calles que pelean
entre campanas de iglesia, bocinas y voces agitadas.
Amamos nuestros 10 árboles y el gris del cielo nos parece surreal.
Hay quienes desentonamos encantados.