Estuvo mirando por un largo espacio de tiempo, la lluvia que descencia blanda y se apelmazaba en torno a la hierba apenas crecida.
Se hallaba extático, la lluvia siempre le causaba aquel efecto entre nostálgico y abrumador que lo animaba sólo a la mera contemplación.
El paisaje se hallaba incompleto, como nvegando dentro de una sustancia lechosa que se entremexclaba con rosarios de gotas débiles y opacas.
Ahí estaba su calle, estrecha entre abrazos de ventanas y sombras, donde jugaba de niño, mientras su madre corría a regañarlo porque, aunque muy de vez en cuando transitan autos, siempre van a prisa.
Anhelaba como nunca una voz, un abrazo, una palabra que lo confortara y lo rescatara de aquella cruel apatía. Tenía aún la pasión del naufrago que se aferra a cualquier elemento flotante sólo para no claudicar y abismarse en el vientre del mar, en la soledad absoluta.
Una mosca revoloteó y se posó plácidamente en la cortina color miel. En la realidad en la cual se encontraba, las impertinencias, acaso nimias, se magnificaban al punto de contrariarlo.
Se exasperó indefectiblemente con la mosca; quiso aplastarla pero esata echó a volar con la agilidad de un cuerpo pequeño y aerodinamico preparado pa ra el aire insustancial.
Notó que le irritaba más en vuelo dado que al batir sus alas producía un zumbido chirriante, obsesivo, interminable.
Sin dudas, a juzgar por el tamaño y el alboroto de sus alas, era un moscardón. Buscó el artefacto ridículo en forma de palmeta que el mundo moderno da en llamar mata-moscas. El suyo era de un alarmante rojo fluo, inconveniente que lograba la alerta inmediata de las alígeras sabandijas con la excelente inutilidad en el acierto de golpes mortales.
A pesar del consabido color el artefacto persistía en un mimetismo o permanencia en penumbras que añadía a su inocuidad el caracter de odioso.
Comprendió (la ira acentúa la lucidez) que tenía en su haber una ámplia zoología que con gusto desterraría del orbe. Las cucarachas, por ejemplo, los ácaros en general; por supuesto las moscas, los piojos, las abejas (tan laboriosas y femeninas), los jejenes, los gusanos; incluso organismos un tanto más complejos como las lagartijas y las viboras, sin descaratar la patética araña y la abominada mantis religiosa.
La mosca se le paró con descaro en la mano. Tenía un abdomen abultado y lleno de pelos con dorso veteado de un verde repugnante y hórridos ojos facetados que le abarcaban toda la cabeza.
Otra vez la mosca se escapaba leve en el aire como burlándose cuando la palma de su mano abierta intentaba comprimirla contra las superficies duras.
Convenciada de las ventajas con las que contaba en cuanto a rapidez y volatibilidad, se exhibía impune en "los claros".
Si tuviera el mata-moscas, pensó nostálgico para luego quitarse la remera y enrollarla intentando formar una flácida vara de género. Le soltó dos o tres trapazos infructuosos para confirmar que el efecto látigo le daba al moscón tiempo de sobra para volar unos metros y luego posarse "allí nomás", a la vista.
Insultó un jarrón que fué a dar al piso por interponerse con demasiada falta de tino entre su adversario y él.
Utilizó uno de sus zapatos como misíl he hizo blanco en un costoso reloj que estalló junto con una vitrina de cristál. Y la mosca por ahí, lo más tranquila.
Estaba agitado, abrió la puerta que daba a la calle en busca de aire. Llovía apenas y la mosca no tardó en saborear la brisa de la libertad.
No tuvo tiempo de interponerse al vuelo de la bestezuela, pero de manera ya irracional, la corrió bajo la tenue llovizna hasta la calle, donde aunque muy de vez en cuando transitan autos, siempre van a prisa.-