¡Nuevamente mis ojos se enamoran de la lluvia!
Nacen hijos desprolijos, acuosos, felinos.
Me pregunto: ¿De qué sirven las manos en el mundo del no-tacto?
¿Para qué canto lo que callo si nadie tiene oídos?
Basta de impúdicos sinsabores. Detengan el hoyo que todo lo absorve.
La muerte, heredera del miedo.
La luz deja de alumbrar cuando hay mas miedos que sueños. Y todos le temen al mismo fantasma, al más benévolo.
¿Valdrá la pena andar desnudo entre quienes sólo ven ropajes?
Se puede sentir a la vez, feliz y contrariado. Octogenario y celeste. Dueño y desamparado.
El hielo llueve fuego sobre el piso de mis días. Se hace agua otro cuerpo que supo dormir conmigo.
Los caminos se bifurcan en feliz enrredadera. En medio del laberinto me siento a llorar a solas.
Allá va otro cometa incendiado de propia luz. Diferente su estela, amalgama embarazada.
Detrás de qué puerta vieja escondo lo que me sobra. Qué hacer con lo restado, con lo pagado, con lo olvidado.
Me obligo a seguir caminando en busca de mil caminos que se corten en silencio tras la alfombra indecorosa de un amor coronario.
Sólo con todos y todos con nadie. Al mismo tiempo besamos diversos cuerpos sin rostro.
¿Será verdad que nadie cree en ese fantasma? ¿De veras tanto le temen? ¿Para qué, entonces, hablar de amor?
Para que los sordos escuchen por cansancio, tal vez.
Para copular con la palabra, con la psíquis, con la nada.
Para morir sin muerte y nacer estando vivo.
Para tener un dios.
Para la poesía.