Cada vez que oigo el timblintín de un mambo se me paran las orejas y la canilla me empieza a temblequear. Es inevitable.
Recuerdo cuando mi abuela me ponía atenta y descalza a seguir sus caderas. Repitiendo divertidas el contagioso uah!, una y otra vez.
“Clelia y sus mamboletas” así titulaban los recortes de periódico en su álbum de recuerdos. Unas espectaculares fotos dejaban ver las maravillosas piernas que volvieron loco a más de uno, allá a finales de los años ’40.
Mi abuela, es, porque tiene unos estupendos 87 años, una de las mujeres que más admiro.
Tiene una historia complicadísima de hombres que fueron y vinieron en su vida. Una belleza y un ánimo particular, aún conserva esas tremendas piernas. El ritmo lo lleva en el andar.
Me ha contado unas fábulas llenas de historias en las carpas, el Teatro Blanquita, con Cantinflas, Jorge Negrete, giras de teatro y bailes interminables en la época del Cine de Oro Mexicano. Y yo le creo.
Tiene un carácter de mierda que deja pequeño a cualquier villana de telenovela mexicana, ella le dice a mi papá: vinagrillo y sabemos todos que mi papá es sangre de su sangre. Así que imaginen el dulcito de jalapeño que es la doña, pero detrás de todo ese carácter aguerrido hay una mujer espectacular.
Y es que eso de llevar el mambo en la sangre es algo particular.
Es como una llamada del más allá, te puede volver loca como la montaña de “Encuentros Cercanos del Tercer Tipo”, te pone ansiosa esperando que suena la campana del perro de Pavlov.
Es un mix perezpradesco, una actitud bruja conga.
Yo no sé si llegaré a los 87 años, con la fuerza y la cadencia que la Doña tiene. Tampoco tengo idea si mi andar lleva el vendaval y el tumbao.
De lo que si estoy segura es que le robé a sus genes un ritmo poderoso, el ritmo que me marca que día a día tengo que luchar en esta vida, como una mambolera.
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