El agua de la ducha rodaba tibia por mi cuerpo mientras mi mente volaba en recuerdos de la noche pasada.
Bajaba las escalas cuando lo vi, a través del vidrio de la puerta, todo bien vestido y con sus gafas. Inútilmente trataba de esconder mi sonrisa de idiota. Cuando sacó una rosa roja de debajo de su chaqueta supe que no debía tratar más. Nos miramos y nos dimos un sutil beso. No un beso de esos que dejan sin aliento. Solo un roce de labios como diciendo a la vez ‘hola’ y ‘gracias’.
Durante la cena nos reíamos e intercambiábamos miradas llenas de palabras.
Sentados lado a lado en el concierto recordé aquellas épocas de adolescente en las cuales esperaba ansiosamente a que el chico me tomara la mano durante la película en la cual yo no estaba realmente concentrada. Y sucedió. Me rozó la mano suavemente y mis palpitaciones comenzaron una escalada que parecía no tener límite. Mis pechos subían y bajaban con mi respiración agitada y yo me preguntaba que tan evidentes eran aquellos fenómenos en el mundo externo.
Terminó el concierto y fuimos a un bar donde estaban sus amigos. Yo esperaba el siguiente paso…
Ya en la calle me tomó de la mano y me volteó hacia él, hizo un par de pasos de baile y me tomó de la cintura. Nos miramos y transcurrieron unos cuantos siglos antes del beso. Dulce e intenso con las respiraciones al compás de un mapalé.
En este momento mi mente para la película para repetirla una y otra vez mientras el agua tibia sigue rodando sin ser notada.
Llegamos a mi casa, hora de decir adiós. Entre besos y palabras el ‘hasta luego’ nos tomó una hora a pesar de que lo convertimos en un ‘hasta mañana’.
Besos suaves, luego más intensos y finalmente el reclinó mi asiento y se sentó en mis piernas frente a mí. Besos mucho más intensos entrelazados con miradas maravilladas de no querer decir adiós luego de 9 horas de compañía.
El agua de la ducha bajó de temperatura y supe que la hora del baño había terminado. No así me mente de pensarlo…