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La colección.


Si lo hubieras conocido, tendrías la misma opinión de él. Claro, esto que te cuento ocurrió hace como tres años, y desde entonces, no he podido olvidar los incidentes que lo llevaron a la prematura muerte. Si tienes tiempo, te lo cuento, si no, lo dejamos para otro día. Bueno, entonces siéntate para narrarte lo que pasó, o por lo menos, lo que creo, lo que recuerdo y lo que intuyo que tuvo lugar con él.

No era de por aquí, parecía más bien de la ciudad, con los modales propios de la capital, esas morisquetas que hacía con las manos lo delataban como ciudadano, como citadino que era. Se instaló en las afueras del pueblo, donde comenzaba el camino de los eucaliptos que llevaba a San Jerónimo. Al comienzo, no frecuentaba a nadie del pueblo, de vez en cuando se le veía almorzando en la fonda de José; no es que fuera maleducado porque saludaba a toda persona, pero no nos acercábamos a él. A excepción del cura Francisco, que venía cada quince días para la misa, no recuerdo que en los primeros tres meses haya entablado conversación con ninguno de nosotros. Había contactado a través del cura a la señora Nieves, quien cada semana iba a su casa para la limpieza y para cocinar. Nieves decía que era extraño que él se encerrara todos los días en un cuarto en el cual tenía libros, según lo que ella dice, sin embargo fue el único cuarto que quedaba vedado para limpieza alguna. Sólo salía para almorzar o dar un paseo ya casi cuando el sol se había puesto detrás de los cerros plomizos. Pagaba puntualmente, y nadie sabía de dónde venía su dinero. Se le veía bien vestido, como la gente de la capital, pero ya se había comprado un sombrero de fieltro como de paisano, y también un par de ponchos auténticos según indicación de Nieves y ulterior recomendación del cura.

Nunca olvidaré el domingo que se apareció a la fonda con la colección. Era una colección de estampillas. La abrió, sacó una pinza, una lupa, y comenzó a manipular las distintas estampillas con maestría de cirujano, ayudándose únicamente con la lupa. Se colocó en la mesa de la esquina, donde entra mayor cantidad de luz, dado que era casi dos de la tarde. Era increíble la tranquilidad con que tomaba notas, devolvía un sello a la colección y sacaba otro. Era una colección amplísima porque en el suelo había dejado como veinte cuadernos adicionales con más estampillas. En el pueblo, las estampillas eran raras, si el correo existía era porque igual que el cura Francisco, cada quince días llegaba Pedro con el correo que se recibía en San Jerónimo donde había oficina. En nuestro pueblo, si queríamos enviar o recibir cartas, teníamos que esperar quince días, y eso, calculo que algo menos de la mitad de nosotros sabía leer y escribir, lo que hacía para algunos que dicho servicio fuera irrelevante.

Ese día estuvo haciendo lo mismo por cerca de tres horas. Pidió almuerzo y demoró en comerlo cerca de una hora, mientras se deleitaba con los sellos sin decir palabra alguna. Ninguno de nosotros se atrevió a acercarse, me dio la impresión que él era indiferente a nuestra presencia. No olvidaré el respetuoso silencio que se sentía en la fonda, más parecía algún velorio que un domingo cualquiera de diversión.

Las semanas fueron pasando, y esta escena se seguía repitiendo cada domingo, llegando y yéndose a la misma hora cada vez. Ya todo el pueblo sabía de la colección y prácticamente nos convertimos en un callado público dominical que seguía con fervor las evoluciones de las pinzas, la calibración de la lupa y el voltear de las páginas donde cada vez se veían más y más estampillas. Pero de lejos, no puedes verlas bien.

Un fin de semana, tomé la decisión de abordarlo y preguntarle qué lo llevaba a venir acá, cuál era su intención de quedarse y porqué le gustaban tanto las estampillas. Pensándolo mejor, eran muchas preguntas. ¿Qué pasa si no quería responderme?. No pude tomar una decisión de acercamiento, así es que decidí postergarla para la semana entrante. Pero la semana entrante, tampoco me decidí. Pero no tuve que hacerlo. Él tomó la decisión por mí cuando un domingo, después de hacer el mismo ritual de sacar las pinzas, la lupa y comenzar su afanosa labor de catálogo, me miró, y fue la primera vez que lo escuché hablar, con una voz segura y trágica, dijo:

- ¿Quiere usted aprender los secretos de la filatelia?

Sentí que se estaba dirigiendo a otra persona, pero cuando sus ojos se clavaron en los míos, me sentí preso de una enorme ansiedad. Era como si me hubiera leído la mente que eso era lo que más quería desde que sabe Dios cuándo se había instalado los domingos en la tasca a realizar esta labor. Apremiado, respondí que sí, y me dijo que me acercara para que domingo a domingo, fuera aprendiendo con pasión y frenesí lo que a él le había costado treinta años de su vida atesorar.

Aprendí a contar los dientes de las estampillas, a veces son trece, catorce o doce, te sorprenderías que en distintas emisiones, cambian los números de dientes de las mismas. Claro que esto aparece en el catálogo, pero no sabes el gusto que uno tiene que constatar que la verdad existe. Otra cosa que aprendí era el orden en el cual las estampillas eran catalogadas, no me lo vas a creer. Según lo que él me contaba, la mayoría de gente las asocia por el país de emisión, que es lo más común. El no lo hacía así. También relató que otros, las asocian a temas específicos. En otras palabras estampillas de flores, de plantas, de animales, de personajes, de barcos y de lo que quieras imaginarte. El tampoco lo hacía así. La cosa era algo diferente. Proclamó que en el mundo se habían emitido dos millones setecientas mil estampillas diferentes desde 1840, y que su colección abarcaba cerca de un millón. El las catalogaba como estampillas alegres o tristes. También tenía un criterio de estampillas bonitas o feas. Altas o bajas. Gordas o flacas. Sinceras o mentirosas. Graciosas o sosas. Correctas o incorrectas. Educadas o maleducadas. Tranquilas o alteradas. ¿Qué cómo decidía el criterio? ¡Qué se yo!. Hasta ahora me devano los sesos tratando de entenderlo. Pero daba la impresión que él no tenía duda alguna de los criterios, me explicaba con una seguridad que esta estampilla de Corea del Sur era triste, porque los colores eran ocres y era algo chica comparada con las emisiones el año anterior. Del mismo modo, estaba totalmente seguro que la estampilla que me mostraba de Suecia, era tranquila, porque el color verde esmeralda utilizado era de esa naturaleza. Vaya uno a saber si esto era verdad o no.

Durante los siguientes diez años, me enseñó toda su colección. Sólo hablábamos de eso. De sellos, de matasellos, de primeras emisiones, de errores históricos, de países que existieron y ya no existen; de países que han aparecido en los últimos años. Y le seguían llegando estampillas cada quince días. En algún momento, después de diez años, parece que comenzó a confiar en mí, un domingo me dijo que podía catalogar cuarenta estampillas del nuevo lote que le había llegado dos días antes. Pensé que mis equivocaciones en catalogar las estampillas serían mi ruina y la pérdida de esta extraña amistad. Coloqué algunas como bonitas, otras gordas, otras viejas, otras molestas, otras delgadas y así sucesivamente. Al fin de día, cuando revisó mi trabajo, una sonrisa de aprobación fue su respuesta. Me dijo que efectivamente, ya estaba entendiendo el proceso de la colección.

Otro domingo, me confesó su enfermedad. Yo no me daba cuenta de la misma, me dijo que era algo interno, y que no sabía cuánto tiempo más podría vivir. Es más tal parece que el diagnóstico se lo hicieron en la ciudad, y había venido a pasar los últimos años de su vida alejado de todo aquello. Sin embargo, ya estaba más de diez años aquí sin haber tenido siquiera un dolor de cabeza. Cosa rara, sinceramente.

Sin embargo, parece que su premonición estaba por cumplirse. Un domingo, no apareció a las diez de la mañana. El pueblo comenzó a preocuparse por la misteriosa ausencia, y voltearon a mirarme, como esperando mi respuesta ante la rotura de la rutina. Inicialmente, no trasunté ninguna angustia, pero a la hora de almuerzo tomé la decisión de irlo a buscar a su casa, la cual jamás había pisado.

Toqué la puerta, sin respuesta alguna. Abrí la puerta. Ni su nombre sabía, por lo que pregunté si había alguien allí, nuevamente sin respuesta alguna. Busqué afanosamente el cuarto que Nieves había comentado que estaba lleno de libros. Cuando entré, no podía creerlo. Estantes llenos de colecciones, una mesa repleta de estampillas sin catalogar y una nota que me hacía único heredero de todos sus bienes, en especial de la colección. Cuando di vuelta, encontré su cadáver que aún tenía en la mano la lupa y la pinza con una estampilla algo gorda de Guinea Ecuatorial.


Texto agregado el 11-09-2003, y leído por 176 visitantes. (0 votos)


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