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Tomado del libro "Historias del Desvelo"

Ella se llamaba Alicia, su sonrisa era una mañana que se suicidaba, hacía teatro en un reducto de la Reforma Luterana, hija de padres actores, confiaba en que algún día encontraría un árbol, una cama, un vehículo mejor, unos adornos de porcelana, una posición social y una casa con un marido adentro. Pero aún era muy joven y el camino por recorrer era de distancia y tiempo, distancia de los sueños y tiempo de carnaval.
El se llamaba Alberto, hace apenas unos meses era estrella de Rock en su colonia, o al menos eso pensaban los vecinos que le soportaban hasta altas horas. Había abandonado el glam de fin de los ochentas para hacerse de una carrera universitaria y procurarse un futuro mejor, no creía mucho en las ventas así que optó por una materia social, amigo de los amigos, odiaba a las comparsas y a los borregos, aunque no era nuevo en cuestiones de amores se podría decir que nunca había estado enamorado, al menos no hasta ahora.

Corrían los días de fines de alguna guerra, de exámenes de admisión, las viejas tendencias rigoristas de las preparatorias habían de ser sustituidas por el sutil sistema de filtros de las universidades públicas. El automóvil era ya un medio de transporte de uso común entre los estudiantes que en la mayoría de los casos estrenaban barbas, tetas y ridiculúm vitae. Todo era novedoso salvo ese melancólico color gris ratón de las jaulas escolares. había lo suficiente para saber que se trataba de una escuela, estaba “Supermena”, el diputado rabo verde, “Chuchito” el afónico, “El Santo” y sus camisas plateadas, “El Contador de Historias”, el buen Vallado y sus pitadas de humo a las siete de la mañana; sin olvidar, claro, a “La Chichí”, El Doctor Muerte y al director comodín, entre otros grandes de la burocracia de la autonomía estatal. Tampoco podían faltar los próceres estudiantiles, las gentiles secretarias y los vigilantes del estacionamiento, siempre quejándose del sueldo y de los compañeros que poco o ningún caso les hacían.Esa mañana estábamos en plena campaña estudiantil, había refrescos, música, vientos de cambio y paleros por doquier. Un aire fresco se respiraba en aquel edificio. Enfrente estaba ella. Un lobo sabe cuando es el momento, ni antes ni después sino justo a tiempo. El clavó su mirada en aquel deseo encarnado y la llevó a caminar por el bosque encantado, contándole cuentos, mintiéndole de verdad, le cantó “la ternura” y “supongamos”, estaban lejos los días de “calaveras” y “malas compañías”. Alicia no había cumplido los diecinueve y Alberto tampoco los veinte; para él, ella era un espejo, para ella, él era un remolino de viento.A menudo se contaban los secretos, se reían del tiempo, se sonsacaban, se escapaban de clase o más bien no asistían al colegio, se tocaron, se sintieron, se hicieron… ¿cómo decirles? familiares. A los seis meses, durante las fiestas del carnaval, conocieron el sexo con cariño y deseo a las puertas de una reserva ecológica, en el interior de un Volkswaguen. A los dos días fue en un parque; a los tres, en una aguada; a los cuatro, conocieron una cama. Los ángeles rodeaban con sus brazos el cuello, que era uno sólo, de la singular pareja. Los astros se alinearon, y el mundo vivía una hermosa tregua o al menos, eso parecía.Alicia y Alberto escribían sin ninguna prisa el cuento de las mil y una noches, a veces con tinta de lágrimas, con vino tinto, con un churro, o con todo junto; y aunque por supuesto que hubo sus desengaños, sus panes glaseados con hiel, nada podía con ellos, simplemente no pensaban en eso, en sus vidas no existía lugar para la desgracia; las comedias de Hollywood siempre con final feliz, hacían su eficaz trabajo de dopar al desamor.Alicia se enamoró primero de Alberto -mujer al fin, siempre un paso adelante en las cosas del querer-. Alberto dejó que ella entrara en su corazón, en su casa, en su tiempo. Ella se hizo amiga de los amigos, cómplice de los padres; ambos se mintieron de verdad o la verdad, nunca se mintieron. El amor y el desamor, usted verá, son cuestiones de tiempo.Será difícil contar lo que sucedió después. Comenzaré diciendo que transcurrieron los días, que pronto fueron meses y luego años. El descuido, la inseguridad, las parrandas, las infidelidades… fueron haciendo, sin saberlo, su nicho en aquel cielo. Cada vez más cerca se escuchaban los perros ladrándole al tiempo, perros negros y feos, perros con caras de amigos, de esos que te visitan para ver que ocurre con la gastritis, que te ofrecen empleos, que ofrecen los cielos, perros que te lamen los güevos, perros con dueños, dueños del tiempo: Iscariote, Bruto, Maquiavelo, Rasputin, de Santana y Smith, arremetían el puñal de la desolación por las espaldas de Sócrates, Marx, Hegel, Hesse, Sartre, Hemingway y Silvio, comenzaba el destierro.Se habían terminado para siempre las clases; los amigos se ponían muy serios, tal vez por el hambre, tal vez por la seriedad que exige engañar, mentir y cometer cohecho, tal vez por que sabían que todo lo aprendido iba a servir para vender más miedo.Alberto y Alicia eran de pronto dos desempleados que se unían a la cifra de los cuarenta millones que hay en nuestro país. Alicia no estaba dispuesta a vivir desvelos, desde pequeña sabía que su lugar era el cielo y Alberto divagaba sin despegarse de la tierra.Ella cruzaba los veintitrés y él ya los veinticuatro. Sus corazones, al igual que los de la mayoría, se endurecieron por miedo al rechazo, por miedo al tiempo que para esas horas ya jugaba su papel. Él como pudo se sacó un as de la manga y buscó empleo, pero lejos de Alicia, de su Alicia, de los amigos, lejos de un consejo. Alberto le dio un largo beso y le dijo: “Te quiero, no diré más…” Y se marchó con la esperanza y el miedo. Al llegar a su destino, Alberto creyó que este había sido el fin de aquella historia.Alicia se quedó sola; en todos esos años no habían tenido una separación como esta. Se desesperó, no sabía cuanto la amaba Alberto, cuanto se le extrañaba en aquel puerto. Alicia no aguanto más, a los tres meses hizo un esfuerzo extraordinario y logró conseguir empleo en la misma ciudad que Alberto.Ahora ambos tienen un empleo. Están solos en una ciudad desconocida, ganan buen dinero y viven juntos, pero no se ven, Alberto trabaja en un empleo holgado, pero Alicia sale muy temprano y regresa de madrugada. Alberto se había acostumbrado a estar solo y beber casi a diario, patéticamente recordando a Penélope, cuánta ironía. Alicia encontraba a Alberto borracho y durmiendo cuando llegaba en la madrugada; él se despertaba y hacían el amor mientras Alicia lloraba. Esto llenaba de tristeza a Alberto, quien no podía entender aquella situación; se sentía desvalido, pero su cabeza aún estaba en los bares y las meseras. La telaraña se estaba tejiendo.Uno tras otro transcurren los días. Alicia argumenta una visita de sus padres y se cambia de departamento. Del cuarto de Alberto se esfumó el olor a las prendas de Alicia, a su cabello, a sus lágrimas, a su sexo. Alberto no soporta más y un martes trece de carnaval, después de comerse una última mesera, se despide de todo aquello y va a buscar a Alicia para pedirle que se case con él, que lo rescate con su dulzura del infierno.Eran casi las seis de la mañana, el sol comenzaba a iluminar los pecados de la gran ciudad. Ese día Alberto corrió descalzo hacia el departamento de Alicia, en la puerta de este, quedaban los últimos testigos mudos del carnaval. Al cruzar la puerta un leve mareo tambaleó a Alberto; de la sala a la recamara caminó por la noche del fin de los tiempos. Adentro, Alicia dormía desnuda en los brazos de alguien que no era Alberto. Alberto nunca encontró palabras.El se hundió en un mar de tristezas, no había nada que hacer, ni siquiera Alicia consiguió sacarlo del mal sueño, del letargo, de la duda… Durante un año se siguieron viendo, pero aquello eran los pedazos de un muerto. Un día Alicia le explicó a Alberto que los seres humanos son reciclables. Alberto entendió sin conceder a lo que se refería Alicia, así que un día se soltaron las amarras y nunca regresaron a aquel puerto.Alicia continuó sus clases de actuación en el reducto de la Reforma Luterana; esta vez se ganó el premio: encontró un árbol, una cama, un vehículo mejor, unos adornos de porcelana, una posición social y una casa con un marido adentro; aprendió a poner los cuernos, ya no asiste a los carnavales por temor de encontrarse con Alberto.Alberto caza “Justines” perdidas, definitivamente no es estrella de Rock; escribe poesía explosiva, duerme de día, sueña de noche; aprendió sin querer a conocerse a sí mismo; siguen sin gustarle las comparsas y los borregos, ya no es nuevo en cuestiones de amor y desamor, sabe bien que algún día se encontrará con Alicia en algún carnaval.Y vivieron felices para siempre.
Fin.

Texto agregado el 01-07-2005, y leído por 327 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
01-07-2005 Lo siento por los dos. Ya me imagino que los finales felices nunca son reales, pero por qué todos los reales son tan tristes? nadiesnadie
 
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