Y solamente escapo
por los laberínticos pasillos de Csejthe,
bajo la noche maldita,
sobre la hebra de un espejismo.

Acaricio un aroma nauseabundo
salido entre los gusanos
que usurpan los cadáveres de mis jóvenes víctimas.

Observo las paredes con gran redención,
aquellas que amparan mi clausura.

Escucho tiernamente tras aquellas paredes
los llantos, gritos y desgarros de las que aun están enjauladas,
en ese reciento, entre la vida y la muerte.

Oh, dulce Muerte,
que con tu presencia has tomado mis manos, para llenarte de compañía.
Oh, dulce Sangre,
que con tu roce en mis labios y mi piel me has entregado la vida eterna.
Oh, dulce Soledad,
que con tu abrazo frío me has enseñado la autenticidad.
Oh dulce Dolor,
que con tus exclamaciones, como una cajita musical,
has hecho que pudiera dormir de noche.

En las sombras, con mi vestido blanco manchado de rojo carmesí,
me contemplo en un espejo sombrío,
y una bella figura pálida aparece ante mis ojos,
dentro de una galería de ecos inmortales.

Una suerte de claroscuro rodea mi cuerpo,
espectros que lamen mis pesadillas
y las traducen en realidades que tiento cada día.

Desde una pequeña ventanilla
la brisa pura de los alrededores me estremece,
y desde allí veo la Luna,
mi tan agraciada madre,
que con su tenue luz acoge en su regazo
mi retrato colgado en el muro de mi sala.

Y a mi lado la melancolía,
aquella que siempre me acompañará en mis días y noches de tortura.

Al observar aquel retrato mi Ansia crece…
ya es hora de bajar y dejar a la tibia sangre
que coquetee al destino
y recorra mi cuerpo desnudo
ceñido por las tinieblas.