Monocorde retumbar de cascos contra el piso. Ni una ínfima sombra interrumpe el trazo horizontal del llano; nada se opone al sol rotundo que lo incendia todo. Abierta pampa de polvo y viento, de matorrales esporádicos, de solitarios pajonales.
Angustia de carrera desenfrenada. Hombre y caballo hechos una sola, fugaz silueta. No darse vuelta. No ceder a la tentación de echar lágrimas por sobre el hombro. Resistirse a la remota posibilidad de alcanzar con un ramalazo de mirada los restos del desastre. Allá, a varias leguas.
Se desborda el sudor en la frente pálida adhiriendo sortijas de pelo renegrido casi al filo de las cejas. La tierra –soliviantada por una brisa siseante- raspa mejillas y párpados, azota los labios y los belfos, empecinada en molestar a los fugitivos, en no concederles un ápice de tregua. Se crispan los talones del jinete en los ijares del animal. Las patas castigan sin pausa la inexistente huella.
Poner distancia. Desde el alba este frenesí de rayo. La trágica certidumbre de la hoguera bárbara que dejó atrás aún ocupa la reseca garganta. Y la grita demencial de los salvajes. El océano de chuzas. El absurdo y solitario estampido –sin ecos, a desgana-, del cañoncito patrio. La docena de sables pelados al unísono se ahogó, aplastada por una muralla inabarcable de torsos desnudos, de bocas ululantes, de vinchas, de cuchillos, de ojos como candiles...
Huir del cantón antes del holocausto. Hacerse ventarrón y pingo, un solo correr, una sola sangre. Pero. La certeza aciaga. El desierto, una perfecta trampa. Tal vez en ese preciso instante un par de pupilas... Desde ahí atrás. Desde esas pajas. El aquellos arbolitos. Se dice que los pampas pueden oír al cristiano mucho antes de verlo. Y se asegura que. No. No aflojar ahora que el silencio y el sol y la llanura infinita descansa. Tampoco amainar el galope. Eso es. El salitral. Un borrón de tiza libre de alpatacos y de vizcacheras. Al alcance de la mano. En un solo brinco el flete podrá sortear ese poco de barro oscuro que señala como una cicatriz, el cambio de paisaje.
Pique de espuelas entre el sudor y la sangre de los flancos. Dolorido, torturado por la marcha prieta y al límite de sus fuerzas, el caballo responde. Por instantes, vuela. Y echa sobre el suelo opaco extraña, acaso monstruosa sombra.
Se detiene el tiempo. Algo suena mal en el instante en que acaba el salto. Ese chapaleo inesperado. La inmovilidad súbita. Todo el universo plano convergiendo, de pronto, en ellos.
Un frío recorre la espalda del hombre y desciende, desciende hasta confundirse con el temblequeo que empieza a embargar los músculos deshechos del animal, incapaz de hacer el menor esfuerzo para oponerse a la fuerza que no sólo lo ha paralizado sino que además lo hunde. Lenta, inexorable, terrorífica.
La certidumbre del guadal estrangula el grito del jinete. El lodo chirle se adhiere ya a sus rodillas. Hay un relincho ronco, un estertor infrahumano. Con medio muslo sumergido, el infeliz se retuerce. En vano. La misma llanura plana huérfana de sombras, el triunfo inexcusable del sol ardiente. Polvo y salitre; más atrás, arbustos y pajonales. El viento ha desaparecido. Sólo el jadear inútil, el latido espasmódico.
Y en un rato, algún breve regurgitar en el lomo terso de la pampa...
Mario G. Linares.-
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