Todos los días lo veía al pasar, caminito del colegio o de la tienda de sus papás.Lo miraba de reojo, porque era muy joven y muy púdica de sentimientos.Y eso sí, lo atisbaba desde arriba porque el pobre hombre yacía en el suelo, en la misma posición en que lo instaló la vida hacía ya tanto tiempo...El desgraciado sólo veía las piernas flacuchas de la niña, suponiendo y, es mucho suponer, que le interesaran las piernas de nadie.
La esquina del menesteroso daba a dos calles de un barrio mediano de una ciudad cualquiera, alfombrada de adoquines grises, rotos, antiguos,disputando el sitio contra una pared rugosa , en la que el mendigo dejaba caer su espalda vencida.Allí tenía sus cosas.Una bolsa parda que llevaba siempre arriñonada, un guardapolvo marrón oscuro que no dejaba ver nada y, su cara...es curioso, no tenía.O será que se la tapaba con una gorra marinera más ajada que vieja.Y algo que siempre había: un par de velas y pedazos secos de comida.
Y en estas que la niña, pronta a cumplir lo que todos le decían ,a saber: que hay que ser muy buena, que hay que ayudar al prójimo, que no hay que decir mentiras, que hay que ser muy pura (esto último -era tan inocente- ni siquiera lo entendía), pensó que el señor mendigo le daría una buena ocasión.Y también, hay que decirlo, hubo un día en que de verdad, al verlo tan solo, rodeado de los trozos de pan duro y una lata vacía, una esquinita de su alma una lágrima derramó.Y se fue corriendo a su casa.Buscó su hucha, la rompió, tuvo que hacer un esfuerzo para no guardarse nada y, bajando las escaleras, corrió y corrió.
Cuando llegó donde estaba aquel pobre señor, se acercó con mucha dulzura y tiento y le dijo:
- Acepte esto, caballero.
Una voz ronca llegó desde más atrás de la gorra cuya aleta empezó a levar anclas descubriendo los ojos grises, fríos, despiadados.
- ¿Qué? ¿Qué dices, niña?
La niña sintió un calor en la cara, un temblor en las piernas, una marea de vergüenza.Y no sabía qué hacer.
- Nada, señor, sólo quería ayudar.
La voz se convirtió en grito y el yaciente se puso en pie.Espetó brutalmente:
- No necesito nada, niña.¿Te mandó alguien o es cosa tuya?¿Y qué esperabas?¿Que dijera: Muchas gracias, qué buena eres?.Déjame en paz, entrometida.
La niña tiró el dinero y se fue para siempre, juntas ella y su inocencia, que ya nunca quiso volver.A cambio ,aprendió algo: Que a veces, para dar, antes hay que hermanarse y condolerse y llorar. |