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A las cuatro de la tarde ya no cabía un alma en el salón. La conversación que había empezado pausada, tímida incluso, regida por las más estrictas normas de educación, fue evolucionando hasta converstirse en un soniquete de voces cruzadas, gritos y carcajadas incontroladas. Fernando asistía enmudecido desde hacía un rato a esa orgía de ruido, aunque su silencio se llenaba de otras voces y otros pensamientos sonoros que nada tenían que ver con él. Toda esa gente allí reunida disfrutaba de ese estado de gracia producido por el alcohol y la marihuana en el que todo era bueno, amable, glorioso e inmejorable.
Sólo Fernando, a unas horas de cumplit treinta años, protagonista invisible de la fiesta, buceaba por los mares más ingratos de la embriaguez. Durante unos minutos se agazapó en una cueva libre de las brisas oceánicas. Allí se escondió junto a Marta, allí dónde ella todavía lo miraba.
Mientras, en el mundo exterior de su salón, coronada por globos multicolores, seguía Marta riendo sin dirigirle un reflejo de su mirada. Pero Fernando no necesitaba mirarla para descubrirla, para saber que estaba allí, para distinguir todos sus contornos. La había soñado tantos años que había logrado descubrir sus lugares más recónditos a pesar de la ignorancia de ella. Ahora Marta estaba allí, no necesitaba imaginarla, podía oírla y escrutarla, valiéndose de su aparente invisibilidad. Sin embargo, ya no lo necesitaba, se la había llevado a su cueva para despedirse. Allí le diría todo lo que jamás le confesó y serían amantes entre olas.
Cuando salió a la superficie después de su tercer orgasmo acuático, sorprendió a Marta observándole con determinación.
-¡Silencio, silencio...callaos todos!¡Por favor, ya basta!¡Schissst!-gritó Marta sin dejar de mirarlo.
Remitieron las risas, el griterío perdió intensidad hasta convertirse en murmullo y el salón quedó en calma. Había llegado la hora de los regalos.
Fernando seguía flotando en la superficie y asió fuertemente la mesa para no volver a descender mientras todos lo festejaban. Abrió uno a uno todos los regalos, sonriendo y agradeciendo la solicitud de sus amigos, hasta que llegó el turno de Marta y Alberto, su mejor amigo y novio desde hacía ya dos años de su amante imaginaria y furtiva.
El verano agonizaba, aunque deleitaba en ese mes de septiembre con los últimos estertores de su luz diáfana y su calor envolvente. Salieron todos al jardín con espíritu estival y festivo para estrenar en ese idílico paraje de la sierra la bicicleta de montaña que Le Habían regalado Marta y Alberto. Fernando montó en ella con regocijo y comenzó a pedalear rápidamente, intentando huir de lo que ya se le antojaba multitud. Pero todos sus amigos rompieron a correr tras su estela. La carrera les condujo hasta un barranco. Fernandó paró, dejó de huir, y mientras todos le aplaudían y ovacionaban, con un gesto exento de toda teatralidad, cogió la bicicleta y la arrojó barranco abajo. Aprovechó el estupor de los invitados para hablar por vez primera en su fiesta.
-¡Hasta siempre! Quiero tener un barco, me voy al sur

Texto agregado el 30-06-2005, y leído por 120 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
08-12-2007 por un momento fui otro invitado estupefacto ante el final del cuento; no sé si arrojaría la bici al barranco, pero bien; saludos. quilapan
04-09-2005 Admirable Mortizia ,la felicito tras los mares ingratos de la embriaguez y los orgasmos acuáticos ,consecutivos o no .Pero estoy seguro de que nunca ,nunca nos iremos al sur . Queremos mas textos .***** logarritmo
 
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