En ese mundo lo inanimado tiene vida propia. El tiempo se diluye, se escapa, eludiendo la lógica matemática de las horas, los minutos y los segundos. La felicidad tiene el sabor de un dulce. La alegría te invita a bailar, reir, saltar, gritar, rolar, caer, girar y abrir los brazos hasta desmayarte en un profundo y limpio sueño. En aquel lugar, el desprejuicio no alberga frías especulaciones, porque se mece en los cálidos brazos de la inocencia. Allí, espacio de almas claras y cuerpos livianos, la fantasía se burla del límite y el dolor y la bronca brotan con la espontaneidad de las lágrimas, ignorando el concepto de tiempo y espacio. ¡Hay de ese mundo donde la muerte no ensombrece con lúgubres sensaciones!, porque esos seres apenas si entienden de que se trata la vida. ¡Hay de ese mundo donde nada se reprime! porque en ese pequeño y olvidado lugar, todo pero absolutamente todo, está permitido. |