A Inés
¿Por qué? Estaban los dos sentados en la zona superior de la escalera, en el lado izquierdo, pegados a la pared. Esas palabras provinieron de él, pregunta más corta que simple la cual no dejaba de atormentarle ni siquiera en las supuestas treguas que el cuerpo logra arrebatar a la vigilia en las noches de insomnio. Una escalera con tantos escalones seguramente ha acogido no pocas situaciones de tal intimidad, inmortalizadas unas con grabados en la piedra, olvidadas otras tras el monótono andar de miles de almas, pero no por ello deja de prestar atención al diálogo que acontece entre un chico y una chica en su parte superior izquierda, y del que sólo ha escuchado dos tímidas palabras.
No ha dicho casi nada y ya tiene la boca seca, suele ocurrirle cuando habla mucho, que no es el caso, o en los momentos de gran trascendencia, cuando las glándulas salivales se vuelven anacrónicas, obsoletas, se olvidan del porqué de su existencia, de socorrer a la lengua, ballena varada convertida en ser torpe y rugoso.
¿Por qué? Vuelve a repetir. Había esperado cuarenta segundos a que ella respondiera, a que emitiese algún tipo de estímulo, a que su pregunta llegara a la supuesta receptora; no halló nada. El cielo está encapotado, es invierno. A lo lejos se adivina la línea del horizonte, curva si hubiéramos tenido una visión más global del entorno. Por debajo de ella se encuentra el mar, absolutamente estático desde lo alto de esta escalera, en su lado izquierdo; por eso, porque parece un dibujo, quieto, homogéneo, cree el chico que incluso al mar le resulta indiferente estas dos preguntas a simple vista iguales. Pero está equivocado, doblemente si tenemos en cuenta que tanto el mar como la escalera no solo están expectantes a la respuesta de la muchacha, sino que además conocen sobre las limitaciones de la expresión escrita, sobre la supuesta igualdad de las dos preguntas, que sólo se parecen porque se escriben igual. Hace falta haber estado allí, en aquella mañana de Enero, para saber que aquel segundo por qué era entonces un sin sentido, un grito agónico cayendo en la oscuridad del silencio, un ciego en luna nueva, todo lo contrario del primero, exigente de respuesta y vocalizadoramente correcto.
Desde antes de llamar a la chica para hablar en la escalera sabía que no hallaría respuesta, que no se merecería una mínima explicación. Tal vez quisiera experimentar en los límites del dolor, retozar en el vómito del rechazo, probarse a sí mismo, ver hasta donde podía llegar. Era su forma de aprender de la vida, lobo estepario, vivir intensamente malos y buenos momentos, oscilar entre el placer y el silencio, causa probable de la inestabilidad acusada en este muchacho.
¿Por qué? Repitió esta vez con una risa nerviosa. Era un loco que no creyera estar loco, un trivial porsuit con las mismas tarjetas, las mismas preguntas, borrosas, borrosa la respuesta en el reverso. En esta ocasión ni el mar ni la escalera, ni la escalera ni el mar supieron el por qué de este tercer por qué, la causa del efecto, seguramente se encontraran sobrecogidos ante la bella simplicidad del encuentro, ahora sí les resultarían indiferentes las palabras del chico, importaban un carajo, se dejaban llevar por las miradas evitadas, por el coletero de ella, por la magia de los caminos.
La chica, de la que nos hemos ocupado poco, por no decir nada, no quiere estar allí, sentada, en el lado izquierdo de una escalera, mirando al mar, No. En los momentos de incomodidad ha aprendido a abstraerse, a trasladarse a otros lugares, en los que fue feliz. Ahora por ejemplo, está en Julio, no tiene los años que tiene, es una niña. Está en una playa de arena negra con un cubo, una pala y un molde en forma de cangrejo. Unos grandes nubarrones oscuros amenazan con llorar, poca gente hay en la playa, la mayoría están caminando por la orilla excepto los padres de ella, vestidos, sentados en una toalla, hablando de carmín y ginebra. Pero esa es otra historia. Ella es una linda princesa, está en su castillo de arena amenazado por el ataque de los cangrejitos asesinos, además, Neptuno y sus mareas atentan poco a poco contra la estabilidad de la fortaleza. Entonces grita y a su llamada de auxilio acude su padre el Rey, con su autoridad aplasta a los malvados cangrejos, levanta a su princesa y la cubre con una toalla mientras dice: cariño, es tarde ya, vamos al apartamento.
¿Por qué? El ya no es él, es un garabato, un corazón roto en el cuadernillo de tarea del colegio, un novillo cruzado de rodillas, a la espera. A la espera de las palabras de hielo que le hagan comprender ciertos gestos, todas las actitudes, una persona. El sabe que este será el último por qué. Que los cinco minutos de interrogatorio serán desperdiciados en vano. Reconoce que la culpa es suya, ha sido demasiado ambicioso, ha querido conocer sobre la causa de las cosas, las raíces de la araucaria. Jugó a ser Dios y se dio cuenta demasiado tarde que a Dios no se juega, simplemente se es o no se es.
Y el no era Dios. ¿Por qué sopla el viento? ¿Por qué ya no me quieres? ¿Cuando se apaga una llama? La respuesta no la supo dar la chica, ni la escalera, ni el mar, se encuentra al darse la vuelta después de haber caminado largas distancias. Y no es una respuesta, debemos dejar el vicio del determinismo por un tiempo, a fin de cuentas, la mejor respuesta a la pregunta del chico seguramente sea otra pregunta: ¿Y por qué no?
La chica, aturdida e incómoda, se levanta y empieza a bajar por la escalera. De repente se para, gira. Está confundida. Comienza a subir las escaleras ante la atónita y esperanzadora mirada del chico. Pero no se para, se cruza delante de él y se desvanece tras la puerta que está detrás de la escalera.
Él se queda sentado diez minutos más. Está agotado, no piensa en nada. Empieza a chispear y se levanta. La escalera sabe muy bien qué es lo que va a hacer a continuación. Sabe que tomará la decisión de bajar las escaleras, seguirá recto por el paseo de palmeras. Sabe que está solo y sobre todo sabe que en su cabeza empieza a surgir difusa y tímida primero, para después volverse explícita y luminosa, una pregunta.
A.Ch.S
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