Siete segundos.
A Elvira.
Tras la visión, como el agua dulce arribando en el estuario, llegó el tembleque.
Empezó en las piernas, el suelo parecía un delgado folio y no pude hacer nada por controlar la flojera. Las rodillas dejaron de articular nada, era como si no entendieran qué hacían allí, para qué servían.
El pasillo iluminado se olvidó de estarlo desde el momento en que se apareció al fondo, como un fin estratégico que nunca lograría alcanzar, auténtico vendaval destrozando mi chabola de esperanzas. Calculé que en siete segundos se cruzaría en mi camino, si no es que caía al suelo antes, pues al temblor alzado en contra de mis dictados se sumó en rebeldía un hormigueo como de fuego, regurgitado desde lo más hondo de los tiempos.
Respiré profundamente, para calmarme, pero entonces me asestó una fugaz embestida el olor del suavizante de su ropa, una mezcla de alegría tonta y nostalgia de lo que no fue. Me acordé de la letra de sus apuntes y de las ojeras que le daban un aire desvalido, de oso huérfano.
Siempre he asumido estas traiciones del cuerpo y la consciencia como una batalla dialéctica entre éstas y mi sentido común. Disputa de la que permanezco aparte, en la tribuna de los espectadores, a la espera de un consenso mínimamente aceptable que nunca llega.
Hoy tampoco llegó. Lejos de firmar el convenio colectivo, arremetieron toda su logística contra el pecho y el abdomen del patrón. Un torbellino de punzadas infinitesimales recorrieron los órganos vitales, los no vitales, la sangre congelada y mi miedo congénito a ella. Me sentía como la esponja húmeda en la cabeza del condenado a morir sentado, como el capellán que perdió la fe del mundo en un burdel de chicas del este. La oleada de cuchilladas de hielo candente sacó todo el aire de mis pulmones convalecientes, aunque no su olor de vida, esa jodida presencia en el ambiente que condensa en los cristales y lo satura todo.
No sé si esa falta de aliento era la necesidad de ella, o tal vez el preludio de mi futuro. No me miró y yo no la pude ver. Todavía no soy capaz de tutear a la muerte, de dar la mano al yo que pude haber sido. Lo cierto es que no recuerdo el momento preciso en que se cruzó conmigo en el pasillo, sin pararnos ni inmutarnos, como desconocidos sin rostro.
Tal vez ella nunca estuvo en ese pasillo, a esa hora. Puede ser que este último acto se suspendiera por falta de público y únicamente lo viera yo en VHS ante la compañía última de un ron con hielo. Entonces surge ante mí el recuerdo de mi madre cuando me dijo de chico: “Antonio, todos cargamos una cruz” y empiezo a ser destructiblemente consciente de que tardaré toda una vida en olvidarla, pero tan sólo siete segundos para saber cuánto la quiero.
A.Ch.S
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