Saturada. La pequeña Irene estaba saturada. Había tenido suficiente con tener que escuchar en el baño de chicas del colegio cosas como "el tamaño si importa" y "las mujeres somos más zorras que los hombres". ¿Qué clase de niñas eran esas que hablaban de cosas que ella ni siquiera imaginaba que existían? ¿El tamaño de qué? Evidentemente una muñeca enorme era mucho más atractiva que una simple barbie , pero Irene intuía que no eran precisamente las muñecas a lo que se referían las niñas mayores. Y tampoco estaba dispuesta a averiguarlo. Su vida era perfecta: en el colegio buenas notas y buenas relaciones sociales, en casa dibujos animados y una mamá que se desvivía por mimarla. Se autoconvenció de que por el momento, no quería complicaciones.
Así que cruzó el umbral de su puerta con ganas de sentarse frente a la tele, como tantas otras tardes. Irene disfrutó de una animada sesión de una hora de duración que incluía Pato Donald, Micky Mouse, y Pluto. Justamente sus favoritos. Aunque ciertamente no estaba de acuerdo con que al pobre Pato Donald siempre le salieran mal las cosas. Una vez imaginó cómo sería su vida si tuviera tan mala suerte: a la mierda sus planes de boda e hijos.
Cuando se disponía a salir a jugar un rato a la calle antes de que oscureciera su mamá la detuvo y la obligó a hacer las tareas del colegio. Siempre era igual. Irene sabía que podía manipularla, que con ponerle carita de lástima adiós tareas, pero como siempre, acabó yendo a su cuarto para hacer a regañadientes las cuatro cuentas matemáticas y las dos oraciones de relativo que le habían mandado.
Acabó en apenas 10 minutos, pero ya no tenía ganas de salir a jugar. Quizás leyese algo, quizás jugara con sus barbies , quizás se fuese a ver una de sus numerosas películas de Disney en las que siempre la princesa necesitaba un hombre para ser enteramente feliz... A saber. Tenía infinidad de opciones para pasarlo bien antes de ducharse, cenar, e irse a su cama de color rosa.
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Diecisiete años más tarde, Irene se pregunta cómo se las arreglaba para que su vida fuera tan sencilla. A veces odia la imagen que recuerda de si misma cuando era niña: una pequeña encantadora, sin más preocupaciones que la de con qué se entretendría, y con un carácter horriblemente emprendedor. A veces la odia tanto que desea fuertemente volver atrás y obligarse a sí misma a abrir los ojos mucho antes de lo que lo hizo. Pero sabe que esos deseos no son productivos, y lo único que le falta es añadir más cosas improductivas a su vida.
Irene ya no ve las películas de Disney; toda su vida es tan diferente a una película de Disney que le resulta ridículo imbuirse en una de ellas. Tampoco juega con muñecas, solo con hombres, y son juegos tan peligrosos para su integridad emocional que a veces vomita cuando lo piensa. De vez en cuando se despierta en una cama totalmente desconocida, y cuando recupera la capacidad de orientación, se da cuenta de que ha pasado la noche con otro hombre desconocido bajo la excusa de buscar a su gran amor. -No importa,- se dice a si misma, -para encontrar hay que buscar-. Acto seguido llora, y las semanas siguientes las pasa esperando la llamada de alguien que nunca llamará.
Ciertos días cobra un poco de lucidez, y repasa su vida capítulo a capítulo. Y cuando llega al actual, repasa con frialdad su trabajo autómata, su casa mal amueblada y de paredes descascaradas, y su interminable lista de “posibles grandes amores”. Entonces sucede lo inevitable: recuerda y compara. Y llega a la conclusión de que tiene tan mala suerte como el Pato Donald. Conclusión que enseguida hace desaparecer vistiéndose elegante y perfumándose para salir a mezclarse con la noche en búsqueda de otro posible gran amor. O lo que es lo mismo, un tío con el que pasar la noche para luego llorar en la mañana siguiente.
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