LA FIESTA DEL MUERTO
Las viejas estuvieron rezando el Dios te salve, María, durante más de treinta minutos ininterrumpidos, ganando las primeras banquetas recién barnizadas de la parroquia. Una de las viejas, que era menos vieja que las otras, de pie en el púlpito, repetía una y otra vez la primera parte de la oración, mientras las demás beatas hacían su mecánica por medio de un gran murmullo con la segunda parte de la oración. Ninguna de ellas se había enterado de la noticia, y ninguna sospechaba que la misa de las siete de la tarde sufriría un revés.
El sacristán se comedió a poner en marcha los ocho ventiladores que colgaban del techo, de modo que comenzó a refrescar el aire y algunas de las beatas dejaron de abanicarse, aunque el torpe ruido de las aspas las obligó a elevar el tono de sus oraciones.
A no más de cuatro cuadras de la parroquia, en una de las habitaciones de una mansión antigua hecha de adobes, blanca y muy limpia; el cura párroco sentado en una silla enjuncada, junto a la cabecera de una enorme cama de roble, le seguía susurrando cosas al muerto, a pesar de que ya estaba sumamente muerto y el médico de cabecera ya se había marchado dejando en el velador un certificado con la sentencia hecha a puño y letra: muerte por intoxicación alcohólica. La viuda, en un cuarto contiguo y con las cortinas cerradas, lloraba largo y constante, aunque con evidente poca desesperación. Es decir, el suyo no era un llanto convincente. Acompañada de su comadre, la que le recordaba con mucha convicción las virtudes del muerto, intentaba sensibilizarla para que pudiera llorar como una viuda decente. Los hijos, niños aún, deambulaban por los corredores sin saber qué hacer con el rumbo que tomaban sus sentimientos.
En todo caso, el último recuerdo que le dejaba el finado no resultó nada estimulante ni ayudaba al llanto : el ojo derecho bastante morado hasta el pómulo, es decir, un hematoma del mismo tamaño que un puño.. Los niños corrieron con mayor fortuna, ya que tenían los roperos y las cómodas atiborradas de juguetes, los mismos que las niñeras se encargaban de ordenar y ellos de regarlos por toda la casa.
En efecto, un par de horas antes, en la víspera de caer desplomado, el finado pudo llegar a tumbos hasta la habitación en que se encontraba su mujer- Antes cayó dos o tres veces en el patio rodeado de flores, bastante bien cuidadas, y gateó como un bebé hasta encontrarla. Los niños, al verlo, se escondieron detrás de unas cortinas de raso que cubrían todos los ventanales de la inmensa sala cubierta de tapices de Afganistán. Pero él no buscaba a los niños, sino a su mujer.. Pudo pedirle, con la lengua pegada al paladar, y apenas manteniendo el equilibrio, una botella de ron especial de procedencia cubana.
No hay- le contestó ella- y enseñándole una botella de alcohol desnaturalizado que reposaba sobre el tocador, agregó con cierta ironía : pero hay de éste.
El ahora difunto advirtió el insulto, y dado su estado exageró las cosas y con furia lanzó dos o tres manotazos al aire, y recién fue que divisó entre su propia nebulosa el rostro atónito de su mujer, a distancia de alcance, dando por fin de lleno el puño en su rostro. Ella salió gritando de la habitación mientras el ya difunto con su expresión embrutecida le hacía un mohín de desprecio.
- Vete - murmuró cuando ella ya se había marchado.
Primero de reojo. después con muchas agallas y luego con inusitada ansiedad examinó la botella de alcohol puro. Era una botella grande, de como un litro y se mantenía llena como siempre.. Con lerdos esfuerzos, y sujetando apenas la cabeza idiota sobre sus hombros, logró asir la botella, retirar la tapa de cristal, y oler el delicioso aroma de su contenido.
No hubo más. sorbo a sorbo comenzó a caer el líquido en sus intestinos, hasta que ya no pudo sostener la botella ni ninguna otra cosa de este mundo. Se fue no más derechito a la muerte.
Las beatas, que a esas alturas se aprestaban a proseguir con sus oraciones, se hallaban por cierto ajenas por completo al drama desencadenado, a pesar de que todas y todos conocían al muerto, ya que encima de fiestero se trataba del hombre más rico del pueblo.
El cura párroco salió de la casa cuando el reloj apuntaba las siete y veinticinco, luego de consolar y despedirse de la viuda. Venía atrasado en veinticinco minutos, además se sentía demasiado cansado, de manera que tomó la decisión de ir a suspender la misa y remitirse a dar a conocer la amarga noticia del fallecimiento y la del velatorio .
-Tenemos al primer muerto de este carnaval,-le dijo a los fieles-¡Nuevamente les pido y les exijo moderación!,-Y luego se acercó a las beatas: -
-Les ruego que asistan a la viuda-.
Los únicos encargados de hacer los funerales en el pueblo eran los hermanos Resero. Eran tres: Casto, Lorgio y María Resero. Los dos hombres, fornidos carpinteros, sabían construir féretros de madera de varias clases. María Resero, en cambio, acostumbraba a oficiar de llorono y la contrataban en casos como ésto, no poco frecuentes, de que no había quienes lloraran como corresponde a algún difunto o difunta. Fue imposible, por cierto, que la comadre de la viuda lograra arrancarle llantos desgarradores o por lo menos convincentes, de manera que se dispuso también contratar a la llorona. María Resero, la llorona, fue localizada sin dificultad en su casa, y arreglaron a diez reales por hora de llanto y diez minutos de descanso, con el compromiso de que ella acompañaría a la viuda hasta que todos se retiraran desde la última ceremonia en el cementerio. Así, tanto María Resero como la viuda, abrazadas y vestidas de negro, confundirían todo en un solo llanto.
El problema resultó los hermanos Resero, que en esos momentos se encontraban bailando en una de las tantas fiestas. Los pillaron en la estruendosa casa de los Karamazov, por supuesto, bastante entrados en copas. Tenían alterada la correcta concepción de las cosas, y luego de veladas discusiones llegaron al acuerdo de llevarse al muerto al taller para confeccionarle su traje de madera y arreglarlo.
Y aquí van los hermanos Resero rumbo a la mansión del infortunado:
-Hay que ver, hermano, cómo se aprovechan de la buena voluntad de uno.
-Cierto, hasta a los muertos se les ocurre morirse al comienzo del carvanal.
-Claro. Total, a ellos: ¿Qué les importa? Si ya andan florando quizás por dónde.
-Oye, Lorgio, no tenemos carroza para llevarlo, ¿Qué haremos?
-Baaahhh! Ya es de noche, Casto. Lo llevamos abrazado no más. Si alguien nos pregunta, le decimos que está borracho y punto.
-Pero, ¿y la familia de él?
-No hay problemas, Castito. ¡¿No te dije que María está dirigiendo la orquesta?
Al llegar a la mansión del difunto los hermanos Resero se transformaron. Serios, correctos, disimulando las copas, con entero dominio de sí mismo y con ademanes severos que confundirían a cualquiera, dejaron a los deudos reunidos en la sala, capitaneados por su hermana la llorona que por ratos daba fuertes alaridos. En una maniobra maestra, sacaron al muerto por una puerta lateral y se lo llevaron.
Torcieron por dos calles oscuras sin llamar la atención de nadie, y de pronto se encontraron con la casa de la fiesta de ellos, la casa ruidosa de los Karamazov. Y como había tiempo suficiente y en esos momentos estaban sirviendo la comida, los tres hombres entraron. Tomaron una mesa pequeña y pusieron al finado al medio, y para que no lo reconocieran le taparon la mitad del rostro con su sombrero.
El mozo colocó tres botellas de cerveza en la mesa y tres platos de chancho adobado con ensaladas surtidas. Los hermanos Resero arrasaron con lo de ellos, y se repartieron las raciones que le correspondían al muerto. Cada diez minutos clavados, el mozo reponía las botellas, ya que porque estaban vacías o ya sea porque la cerveza se calentó, y así no sirve.
Asi se estuvieron más de dos horas, y se animaron a bailar varias piezas en el centro de la pista con dos muchachas bonitas que llegaron de una hacienda vecina. Volaban esas piernas de los hermanos Resero haciendo piruetas de baile, como para demostrar que al alcohol no les hacía mella, y que el único borracho dormido del grupo era el muerto.
María Resero, conocedora de su rebaño, comenzó a sospechar un eventual atraso del féretro. Solicitó permiso a la viuda para descansar y se recostó en una de las habitaciones desocupadas. La viuda había mandado a poner sillas alrededor de la sala y de las galerías para recibir a los deudos y también a sus compadres y comadres. Las más cercanas, todas de luto, repartían café y cigarrillos en bandejas de plata a los que estaban y a los que llegaban al velorio, y nadie hubiera podido imaginar que el muerto no sólo no estaban en su cuarto ni en su mansión, sino que se encontraba en una fiesta a dos cuadras de distancia.
Allá, entre baile y baile uno de los hermanos Resero cometió un desatino al intentar robarle un beso de mala manera a una de las muchachas. La otra chica hizo causa común. Las dos muchachas, ofendidas, tomaron la decisión de retirarse inmediatamente del lugar. Ninguno de los Karamazov quiso intervenir.
Los hermanos Resero partiero detrás de las muchachas, deshaciéndose en explicaciones y argumentos para convencerlas que el mal paso no se iba a repetir y que por favor depongan su actitud. Ellas no dieron señas de ceder, quén sabe si porque al fin de cuentas no les interesaban los hermanos Resero y tenían una buena disculpa para evadirse. Pero lo grave es que el muerto se quedó olvidado en la fiesta.
En su cuarto descanso, María Resero aprovechó para escaparse del velorio a buscar a sus hermanos. No fue más que revisar tres o cuatro puestos claves para localizarlos bebiendo en un puesto de la calle, ya olvidados por completo del mundo. María, que traía aviso previo les propinó golpes tan certeros y cargados de rabia, que los hermanos Resero se anduvieron despejando urgentemente. A huascazos los llevó por la calle a cumplir con sus obligaciones. Hugo un instante que Lorgio Resero solicitó una tregua a María, y le dijo:
-Qué apuro hay, hermana, si estamos todos contentos. Si lo pensamos bien, todos, hasta las beatas, le debíamos dinero al muerto-.
No hubo argucia alguna que los hermanos Resero pudieran esgrimir para ablandar la firme determinación de la llorona: obligarlos a concretar de inmediato con el trabajo encomendado.
La situación se compuso recién a las diez de la mañana del día subsiguiente, y terminó con un supiro de alivio general después de haberse enterrado al muerto, porque todas las deudas habían quedado condonadas, partiendo por las que le tenía su propia viuda.
|