| El regresoSalieron después de la medianoche.
 –– ¡Aguanta! Ya verás que llegando con el médico te
 compondrás —le dice suplicante al hijo, en medio del
 silencio.
 La aldea de Portilla está en la cresta de la
 montaña y el camino se vuelve complicado para las bestias.
 Con nitidez se oye cómo el fierro de la herradura golpea y
 se desliza por el limo que cubre parte de las lajas. El
 cielo negro, el ruido de la cascada y el viento helado
 saben del esfuerzo que tienen que hacer para no romper en
 sollozos.
 Sostiene con lo terso de sus manos la cabeza de su
 hijo, y con su pecho y vientre forma un nido, para que
 encaje el pequeño cuerpo de Moisés. Tiene cinco años,
 conoce la estatura del maíz, el dulce de sus granos; el
 siseo de la víbora y la cereza del café que corta cuando el
 fruto colorea; ahora, sus ojos son estrellas lejanas
 cubiertas por un párpado sin resorte.
 Celedonio San Juan conoce el camino y guía con
 precaución a la bestia, pues recuerda lo que dijo su
 compadre: “Es una yegua mansa, pero a veces pajarea y se
 espanta”. El golpe de los cascos sobre la roca se vuelve
 estridente cuando la bestia patina, y tiene que gritarle.
 –– ¡Oh, Oh, Oh, bestia, bestia! –para que se calme y vuelva
 a su paso. No mira, sólo atiende al camino. Y de golpe se
 le viene al pensamiento que su mujer no le dio más hijos y
 siente que en el pecho se están amasando bolas que le
 impiden hablar. Al cruzar el riachuelo, una estrella se
 mira en el cielo y la madre se persigna.
 –– ¡Gracias a Dios ya casi llegamos! –exclama mientras besa
 la nuca de su hijo, que revienta en fiebre.
 ––Vas a ver que te vas a componer ––le dice al oído, y luego
 –– ¡Apúrate, Celedonio, apúrate, que siento que el niño se
 desguanza!
 Alumbrado por unos candiles y unas lámparas, el
 niño es puesto en un catre. La aguja busca encontrar la
 superficie de una vena, pero ésta se esconde en una piel
 que se arruga de seca. ¡Por fin la encuentra! Un hilillo de
 sangre se diluye en el agua, señal de que se está dentro de
 la vena. Es crucial meter en el pivote de la aguja el
 conducto por donde bajará el suero. Con violencia, el niño
 intenta sentarse; el padre y la madre lo detienen, mientras
 el médico se apronta para fijar la aguja. Después se
 afloja, tan rápido, que se vuelve nada.
 –– ¡Mi hijo! –grita la madre.
 El médico alumbra y la boca está llena de restos
 de alimento, le voltea la cara, mete sus manos en la
 garganta y extrae los restos. La boca de él cubre la boca
 del niño dándole aire. Le golpea el corazón y sus manos
 muellean con angustia el tórax. Los instantes caen como la
 rosa que el viento deshoja. La madre estalla en gritos y le
 habla en balbuceos, entrecorta las palabras, gime y sus
 lágrimas caen como un rosario que se rompe. Pero el hijo,
 no despierta.
 Regresan hacia Portilla. El viento frío trajo la
 lluvia. El caballo resbala, y en el ¡Oh!, ¡Oh!, ¡Oh!,
 ¡Bestia!, Celedonio se muerde el labio, y llora.
 
 
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