Sólo esperaba ser la heredera de esos sueños. Cansina, sus pensamientos se desangraban en la silueta del amado, que ya no estaba. Y la pesada carga se diluía cada amanecer que despertaba solitaria, mientras todo yacía calmo en derredor a su deseo, bajo esa mirada trunca explorando los rincones del alejamiento. Sólo una pequeña llama mecía su lúgubre figura cuando las voces masculinas retumban en el zaguán añejo, trepando su cintura. La casa había quedado vacía de emociones, tras el portal, su sombra entumecida recorría lenta los pasillos que la unían a un jardín de rozas. Detrás, una memoria de hormonas precipitaba el sabor de las corolas, para desgarrarle el alma. Hasta que el té era servido por sus manos añejas en la concavidad de dos tazones. Allí la charla, sus risas, los recuerdos, la tierna mirada alojada en sus semblantes, para volver a convivir con esa cotidiana melancolía de la espera.

Ana Cecilia.