Era algo muy loable, él podía admirar y contemplar la magnificencia de la simplicidad durante varias horas.
Porque a la larga sabía que esté mundo es simplemente eso: nacer, crecer, reproducirse y morir. Las tres primeras no se cumplen en todos los casos, y es necesario que ocurra la primera para que se efectúe, al menos, la última.
Y así andaba por el mundo, mirando el transcurrir de todo cuanto lo rodeaba, eso sí, no, profundizaba por temor a que las cosas reales perdieran su verdadera belleza y simplicidad, y se convirtieran en entelequias, en fantasmitas, duendecillos que están bailando en el mundo; tampoco quería darle una razón atomista a las cosas, porque aunque todas las diminutas partículas estuvieran en constante vibración, él sólo podía ver la realidad de la quietud relativa, como en estados de ingravidez, y aunque parezca falso, era en esa realidad objetiva de su mente donde se encontraban los pensamientos más fantásticos y maravillosos.
Esta es la ventaja de tener ojos simples y mente de niño, se aprende a mirar las cosas como el mundo las enseña y no como los demás quieren que se vean, además existe el tesoro quebrantable de la inocencia, y digo quebrantable porque cuando se crece ésta se va rompiendo a trocitos y se va desgarrando dolorosamente con cada experiencia nueva, con cada caída, con cada adiós.
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