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-Martes, 29 de julio de 2003-

Esta noche, mientras dormía, otra vez he soñado que dormías y soñabas con otro. Decías su nombre con el murmullo fehaciente de la infiel mientras tu cuerpo se estremecía entre las sábanas. Soñé la ira de los celos de escuchar ese nombre, Manuel, esas letras que definen por hábito a un solo Manuel, el que tú y yo conocemos tan bien, el que pensaba que yo más que tú, pero se ve que no es así, y que entonces mi mejor amigo era tu confidencia y la amistad perdía de nuevo, como el tópico de una película en blanco y negro, ante la fuerza de una pasión encontrada de manera imprevista. O quise soñarlo así. Me vi poseído por el despecho y asomar mis manos como garras, clavarlas en tu cuello tenso para que abrieras los ojos, para arrancarte de ese sueño que me asesinaba en cada uno de tus suspiros, para que sintieras en tu carne el mismo dolor que me aguijoneaba el alma y dejaras de decir su nombre con la voz entrecortada por el deseo.

Desperté. Lo hice con un grito ahogado en el estómago, envuelto en el sudario pegajoso del pijama como todas estas últimas noches en que he soñado tu muerte, mirándome las manos crispadas, siempre esperando encontrar tu sangre en ellas mientras mi corazón intenta no escaparse del pecho. Entre la penumbra del amanecer que se colaba por las rendijas de la persiana, distinguí tus contornos sosegados a mi lado, me calmé poco a poco en la paz de tu carita de gata perezosa donde un mechón bailaba mansamente al compás de tu respiración de durmiente. Me levanté para hacer huir los últimos jirones de la pesadilla con un poco de agua fría en el lavabo, y luego me quedé en el quicio del baño absorto en contemplarte removiéndote huraña de mis ruidos que te habían despertado. La sábana se deslizó cómplice para mostrarme la contundencia impúdica de tu piel, el camisón azarosamente huido hacia arriba para que yo pudiese volverme de nuevo ávido de ti, de tus nalgas asomando sin decoro sólo para mi vista, tú, mi hembra, mi lujuria. Reconozco que mi amor por ti es posesivo pero, ¿cuál no lo es?


-Miércoles, 30 de julio de 2003-

Estos sueños destructivos empiezan a preocuparme seriamente. No puedo evitar sentirme influenciado por ellos. De forma inconsciente, te vigilo, absorbo cada uno de tus gestos en la búsqueda de alguna evidencia de traición. Por la mañana he rozado el patetismo acurrucado en un rincón, espiando tus palabras mientras hablabas por teléfono. Era Manuel, me dijiste, quejándose de que no le contestaba a sus llamadas al despacho. ¿Y cómo hablarle al amante con el que sueño que sueñas?

Comprendo que es una chiquillada, nunca me has dado un solo motivo fuera de mis desvaríos nocturnos para dudar de ti. Que nunca me has amado lo sabemos los dos, siempre estuvo claro, y más de una vez te has encargado de recordármelo. Tú buscaste en el matrimonio la comodidad que otorgaba no sentirte sola y yo quería lo bastante por los dos. Nunca he necesitado el equilibrio de un amor compartido, lo nuestro funciona bien así. Es más, creo que es la única forma de que haya podido funcionar. Pero ahora surge este miedo irracional, me resulta imposible creer que quieras romper nuestro pacto en el que tan a gusto te sentías. Es tan absurdo como que yo desconfíe sólo por estas malditas pesadillas. Sin embargo, lo hago...


-Jueves, 31 de julio de 2003-

Hoy no siento ganas de escribirte, amor. No después de lo que soñé anoche.


-Viernes, 8 de agosto de 2003-

Ha pasado una semana, un infierno entero, y retomo este diario en que te cuento todo lo que cara a cara no podría decirte. En realidad, si he vuelto a escribirte, es porque prefiero estar frente a estas hojas que asomarme al dolor del sueño. No quiero matarte otra vez, mi vida.

Noche a noche, siento como la locura se me acerca, huelo su olor a leche agria, noto como con una paciencia sádica atornilla en mi mente fantasía y realidad. Y lo peor de todo es ser consciente de ello, saber que me estoy volviendo loco y no poder evitarlo.

Hoy, por primera vez, te he levantado la mano. Lo pienso y no acabo de creérmelo. Todo porque invitaste a Manuel a cenar. Pensaste que estaba enfadado con él y quisiste sorprenderme para que arreglásemos lo que se hubiera torcido. O tal vez te lo propuso él, quién sabe.

Aparecisteis en la puerta y os reíais de algo que él había contado. Su mano revoloteó en tu cintura para cederte el paso. Entonces os quedasteis los dos helados al mirarme, tan descompuesto debía de tener el rostro. No dije nada. Me acerqué y sin previo aviso te crucé la cara tan fuerte que caíste al suelo. Eché a Manuel a empujones y cerré de un portazo. Me volví hacia ti y fue cuando te vi allí tirada, aplastada a la pared y temblando, que entendí lo que acababa de hacer. Ni lloraste, toda reacción tuya quedó abortada por el absoluto asombro que mostraban tus ojos, muy abiertos, como intentando comprender. Un hilillo de sangre corría desde tu labio partido. Miré mi mano criminal y, por unos segundos, la vi como en los sueños, una cortina roja cayendo sobre ella hasta deshacerse en gotas que se estrellaban contra el suelo. Sentí un click, como una máquina que se desconecta. Luego, perdí el conocimiento.

Hace unas horas que he despertado para toparme con tu mirada fría, diría que cercana al odio. No es costumbre tuya gritar, así que no lo has hecho. Primero has intentado que te explicara por qué y, cuando no supe qué contestar, te has levantado y has salido del cuarto. Más tarde he bajado hasta el salón y te he encontrado inmóvil frente al televisor, mirando sin ver. Te he dicho que voy a pedir cita con un psiquiatra. Has estado de acuerdo y te has ido a dormir.


-Sábado, 9 de agosto de 2003-

Pasé la noche en el sofá. No es que me lo pidieras, pero sé que ambos lo preferíamos. Desacostumbrado, no pegué ojo y me levanté con el cuerpo deshecho, pero bien, pues no hubo pesadillas. Me fui a trabajar mucho antes de la hora para, cobarde, no tener que mirarte a la cara. En el bufete he llamado a la consulta de un psiquiatra que me ha recomendado Víctor. A él le he dicho que era para sopesar ciertas líneas de defensa en uno de mis casos. Me han dado cita para mañana. Luego me he marchado con la excusa de una indigestión y he pasado el día deambulando por las calles. Cuando me he dado cuenta, estaba en la otra punta de la ciudad, la tarde muy avanzada.

Llegar a casa y volver a verte ha sido doloroso. La tensión del momento congelaba las paredes de lo que había sido nuestro hogar. Al parecer, nada tenías que decir, y yo nada sabía que decir. Cenamos en silencio, guardando las distancias, la mirada hundida en nuestros respectivos platos, limitando los actos comunes a pasarnos la bandeja del pan o servirnos el vino. Después de recoger la mesa te has subido mientras yo me quedaba fregando. Ahora, escribo estas letras desahuciadas a la vez que, al otro lado del tabique que separa el despacho de nuestro cuarto, tú te estarás poniendo el camisón y...

Acabas de entrar y me has dicho que te parece una tontería que vuelva a dormir en el sofá. Te he sonreído con el agradecimiento de un perro acariciado por su amo. Me has mirado con desprecio y te has vuelto al dormitorio. “Poco a poco”, me he dicho. Cerraré el diario para ir junto a ti. Tal vez hoy no haya sueños. Tal vez hoy no te mate.


-Domingo, 10 de agosto de 2003-

No hubo suerte. Anoche fue aún peor: ya no soñé que soñabas. Dentro de mi pesadilla, me despertaba para verme sólo en el lecho, pude sentir la tibieza de tu ausencia acompañándome en el vacío abandonado a mi lado. Me asomé a la ventana. La luna brillaba como un sol sanguinolento, iluminando vuestras figuras entrelazadas en el jardín. Cegado por la rabia, quise bajar a vuestro encuentro, pero no pude moverme; quise cerrar los ojos, pero los párpados parecían cosidos a mis cejas; quise girarme y no mirar, pero el cuello se volvió cemento; quise, al menos, gritar mi agonía, pero de mi boca sólo surgió un estertor gutural, moribundo, cargando el silencio que aplomaba el aire. Así quedé, sometido al delirio de contemplar sus manos recorriendo tu cuerpo, tu boca olvidándose de mí en la suya, vencido, impotente.

Me despertaste sacudiéndome el hombro. Quedaste un rato callada, observándome con una mirada ya ajena al resentimiento, para mi más dolorosa aún, pues revelaba una absoluta compasión. “Estás mal, Carlos, estás fatal”, dijiste, y me pasaste la mano por la cara para secarme el sudor. Rompí a llorar y me encogí en tu regazo como un niño desvalido.

No he ido a trabajar y me ha costado horrores levantarme y asearme para ir a la cita con el psiquiatra. Roberto, se llama, parece un profesional competente, aunque hoy no hemos profundizado nada, se ha limitado a tantearme. Al final de la visita me ha dicho que me notaba cansado y me ha recetado Loramet. Le he respondido que no necesito sedantes para dormir, que precisamente el sueño es la raíz de mi dolencia. Ha insistido.

De vuelta a casa esperabas ansiosa, me has preguntado sobre la consulta y me has obligado a darte todo tipo de detalles. La mesa estaba preparada y habías cocinado mi plato preferido, o ése que las esposas pensáis que sigue siendo desde que de novios os lo mencionáramos, como si no pudiesen cambiar nuestros gustos en una docena de años. Y nosotros nos callamos y sonreímos por no romperos la ilusión. Qué mutua estupidez. Con voz dulzona me has dicho que has pedido unos días en la clínica para que podamos estar juntos y reavivar nuestro matrimonio, y después de cenar me has cubierto de caricias y arrumacos, no como amante sino más bien como una madre empalagosa. Noté el conato de furia que crecía en mi vientre y subía hasta golpear mis sienes. Sonreí con falsedad y me contuve. Por primera vez he tenido ganas de matarte despierto.


-Lunes, 11 de agosto de 2003-

Le he hablado a Roberto de este diario después de intentar exponerle a grandes rasgos mi problema. Piensa que debería dejarlo, que con estas letras que te escribo no hago más que intensificar mi psicosis. Sí, esa es la palabra que ha empleado. Suena dura. Quizá él tenga razón, guardaré la pluma. Las pastillas han funcionado: he dormido de un tirón, sin soñar.


-Viernes, 29 de agosto de 2003-

Todo iba bien hasta que ha ido mal. Vuelvo a ti en este monólogo de tinta, el único lugar donde puedo hablarte sin tener que mirarte. Mi psiquiatra no es más que un inepto. Todos lo son, pero había que intentarlo. Se ha pasado las consultas escarbando en mis recuerdos, intentando hacerme decir que mi padre era un cabrón, severo y distante, y mi madre una enfermiza demasiado protectora y absorbente. ¡Claro que lo eran! Todos los padres lo son, vaya novedad. El psicoanálisis no es más que una versión depurada del viejo dicho popular según el cual todo acto tiene un motivo, y si no, hay que inventarlo. ¿De qué me sirven sus píldoras milagrosas, don sabelotodo? ¿De qué me sirve dormir y no soñar si ahora mi instinto criquial me asalta a plena luz del día? Porque eso me ocurre, mi odiada amada. Cada vez que te tengo delante, cada vez que me miras con esa cara de madre abnegada cuidando de su hijo grande, deseo arrancarte los ojos y vaciarte las entrañas para que no sigas humillándome. Te escucho llorar por los rincones cuando crees que no estoy cerca y entonces te odio más todavía. Sólo eres una zorra comida por el arrepentimiento, una puta enferma enganchada a los pantalones de Manuel y de quién sabe cuántos otros. Pero en el fondo entiendes que me perteneces, y no consentiré más que esto no sea así. Mía o de nadie.


-Sábado, 30 de agosto de 2003-

Me he despedido del bufete antes de que lo hicieran ellos. Necesito tiempo para preparar tu muerte. Y debes sufrir, es preciso.


-Jueves, 5 de septiembre de 2003-

Todo está listo. Será un ajusticiamiento con sangre. Nada de compasivos venenos, no te lo mereces. He consultado tus libros de medicina. Sé qué partes no son vitales, las que te harán gritar de dolor en una agonía lenta. Como ironía final, usaré el cuchillo de trinchar que nos regaló tu madre, para que todo quede en familia. Poco antes de que mueras te follaré, espero que sepas disfrutar de tu último polvo como la guarra que eres. He hecho una lista con todas tus amistades masculinas, todos esos a los que te has estado tirando. Te cortaré en pedacitos y se los mandaré por correo certificado. A Manuel le reservaré tu sexo para que no se pueda quejar. También he comprado una pistola. Es para mí. Quizá en el infierno podamos volver a ser felices.


-Viernes, fecha final-

Escribo estas breves palabras como acto de contrición, pero no pido perdón a Dios, sino a mí misma. Lo siento, Carlos, mi única salida era tu muerte. Ahora quemaré este maldito cuaderno, e intentaré seguir adelante y olvidar que alguna vez te he conocido. ¡Qué equivocado estabas! Nunca sabrás lo mucho que te he amado.

Texto agregado el 10-09-2003, y leído por 366 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
11-09-2003 bueno Sergio...ya te he dicho en rincon lo muchio que disfruté este texto pero, aca se ponen estrellitas y me tenté...jaja piquitos al corazon gaviotapatagonica
 
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