Sir Alfred.
El Lord y su Lady, típica pareja azul, están anudados a la historia desde una sucesión de ancestros enmarcados en molduras de yeso y papel oro. Pero ya no están juntos. Los cortinados extendiéndose desde el cielorraso al piso son anécdotas sin sentido. Todas las puertas abren y cierran a mundos diversos y curiosos, pero sin deseo. Agatha, sentada en la chaise-longue, mira a través de los vitreaux el jardín facetado. Dentro de ese cubo húmedo alejandrino, solo el calor pegajoso de Budapest le adhiere las prendas al cuerpo en un recuerdo insistente. El humo amargo del opio y los pimientos la despiertan a veces cuando el sueño se torna muy comprometido. Sir Alfred no está más.
Las familias luciendo sus escudos sobre las cabeceras de las camas y las chimeneas, hablan de una hereditaria locura que se roba algún que otro hombre de esa fratria y los arroja a la peor mundanidad. Ha pasado tiempo atrás.
La servidumbre siempre atenta al cuidado del Lord, descubre una mañana el lecho intacto, todas y cada una de las ropas de ocasión y protocolo están en su lugar. El Valet requisa ángulos olvidados y mobiliarios antiquísimos pero efectivamente asiente con la cabeza esa ausencia. Solo falta un abrigo largo y oscuro, propiedad del bostero de los establos. La pesquisa nerviosa y esperanzada se amplia un par de semanas más, incluso llegando al norte de la comarca, conscientes de la enemistad de los últimos cuatro siglos que los tienen separados, excepto por el uso obsceno de la “R” en mitad de los vocablos que aún hoy los incorpora como un clan diferenciado de los otros linajes.
Los meses largos, desnudan árboles ordinarios y de cuentos: abetos, nogales y alerces. Arbustos vulgares cambian la paleta brillosa por un permanente ocre-amarillento. Miladi contempla médanos en lugar de originales figuras recortadas en verde inglés. Los mirlos migran, los gansos también, y el estanque queda vaciado de presencias. Las ranas no croan, los grillos dejan de cantar la lluvia y los bichitos de luz se van apagando uno por uno para no volver a encenderse nunca jamás. Todos en batallón toman disciplinada distancia de ese espacio aéreo. Las mariposas solamente sobrevuelan un castillo vecino y así, Agatha pierde la cuenta de los veranos.
Afirman que en el West Side del Thamesis, caminado los andenes de la estación ferroviaria un sacón largo y negro escudriña los tachos de basura, revolviendo papeles que clasifica en dos hileras: los blancos sobre la derecha y los de color a la izquierda. Hace señales y gestos que nadie comprende mientras musita en un lenguaje extraño palabras de las que causan gracia a los niños que pasan casualmente por ahí.
Se resisten a creer que ese abrigo escocés con actitud científica, tratase de Sir Alfred.
Solo el Lord sabe que está en el Edén de zinc. Todas las palomas son belicosas, incluso las blancas que son las peores porque no llevan una rama de olivo colgando del piquito. El no cree en el símbolo de la paz. A unos pocos pasos hay una tumba metálica sin hurgar y abalanzándose dentro de ella busca el oráculo:
“Entre los restos hay una palabra que te nombra sin títulos”.
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