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El Hilario y el Padre Nuestro

La mañana del domingo no se diferencia de las otras, las del martes o el jueves. Son simples, el único detalle está en las ropas: un chaleco negro le deja al gaucho las mangas blancas al aire. Baja del auto un rodete. Es la esposa del patrón. Todos los sulkis y hasta el más pobretón de los carros lucen los bronces pulidos. No hay zaino que no brille al sol. La plaza circular para el monótono paseo pueblerino, tiene todas las flores abiertas. El almacén de Fulgencio sale a la calle. Es domingo irremediablemente para el Hilario atravesando esa arteria principal.
En un cuarto de vuelta a la plazoleta está la parroquia del Padre Luis. Saluda a los niños y no se ahorra algún que otro tironcito de orejas. Da consejos a las embarazadas que van por el cuarto y hasta el quinto hijo y para los peones dedica sermones interminables mientras éstos asienten con las cabezas gachas y hacen pequeños redondeles de alpargatas en la tierra seca.
Sin querer el Manchao, transporta al gaucho como un vientito inocente hasta el lugar y el Hilario no puede negarse al llamado del Supremo.
-¡Zorrito! grita desde el peldaño superior, el sacerdote.
La figura lo divisa por el filo del hombro que le corta la cara en dos lunas medias disueltas por la luz intensa. Frente a frente y sin bajarse del pingo, apenas modula un:
-Cómo le va Don…Padre- (el Hilario no puede con el Padre Nuestro).
-Pero bajáte hijo!- obliga Dios desde la escalinata y el paisano disimulando el fastidio accede al asunto.
La cruz parece invertirse cuando el párroco de larga sotana negra es incorporado por la mirada helada de aquel hombre con la cara poseada. En cambio él, alucina al mismísimo fulano de barba larga y Biblia castigadora saliendo de entre los libros escolares. Hasta el Manchao, inquietándose, invita a partir. Faltan las palabras pero el cura no resigna el intento: reclama y hace preguntas, interesado en esa vida y su destino.
-Siempre solo vos. A ver cuando te caso Hilario-.
Los pocitos del mentón resplandecen como charcos y el sudor de las sienes no deja de marcar el surco. El sórdido peón tiene calculado el atajo antes de que el tufo le delate la pavura frente a la cruz parlante.
-Hay doma, el patrón me espera- responde escueto y hosco.
Pronunciando la última sílaba, ya está con el pié en el estribo y haciendo viento con la pierna derecha que derrapa sobre las ancas del potro. El cura, perseverante, le asesta la última pregunta:
-Justamente m´hijo! tu patrón hace dos días que te anda buscando ¿dónde te habías metido Zorrito?
-Fuimos y vinimos-.
Y dicho los plurales, el galope polvoriento lo empuja lejos del Señor.




Texto agregado el 23-12-2002, y leído por 340 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
23-12-2002 Insisto, me gusta como escribis, saludos, Ana. AnaCecilia
23-12-2002 Es siempre muy interesante leer cuentos que retraten de esta forma una postal del folclor de un pueblo. Sobre todo si uno es ajeno a dicho pueblo. Seudonimo
 
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