Joaquín Serrano no entraba en su asombro, por fin, era el flamante propietario de un vehículo propio, perdonemos la redundancia, ya que la palabra “mío” daba vueltas como un árbol de levas en su cabeza. Una tras otra, al hundir el embrague, las velocidades de su carro incendiaban de fuerza la “maquina recién hecha en Diciembre”, como lo confesara la ex-propietaria en los previos de las negociaciones del Monza-sincrónico-cuatro-puertas-vidrios-eléctricos; encauchadito, con vidrios azul cielo; que hacían juego con el gris plomo y perlado del auto. Su anhelo lo había consumido durante un año feroz, donde la abstinencia fue su política vital: Trabajó enajenadamente como avance hasta conseguir la suma necesaria para adquirir un bólido apto para desempeñarse como taxi en la ciudad, y aquí estaba, listo para bailar en el asfalto en horario de oficina y, ó, u, horas pico.
Ana Grisela Osorio Parra esperaba ansiosa el “637” para recibir los ¡Siete Millones doscientos” pagados por Joaquín Serrano en la compra del Monza, por fin, había salido del cáncer ese que le había destruido la mitad del sistema nervioso, las ganas de conducir y el bolsillo; hizo auténtica e irrefutable magia para “parapetearlo” buscando enamorar al comprador apenas lo viese y evitar las revisiones mecánicas acostumbradas. Pensaba en el flamante Malibú-vinotinto-motor 305-transmisión de 350-rines de lujo. Sólo debía retirar de su cuenta bancaria, “cien mil pírricos bolos” para comprarse la nave de sus sueños. Había sometido al Malibú a una exhaustiva pesquisa en la CTPJ y el INTTT: Dando como resultado un carro legal, solvente y exento de multas; airoso rompe asfalto cuatro bocas con un solo dueño. No se olvidó, también, de llevarlo hasta el taller de su mecánico de confianza para que éste constatara las facultades e ingeniería de la máquina, el tren delantero, compresión, instalación del Aire Acondicionado u otros periquitos importantes.
Solícito, atendía ya a otro cliente el Señor Arrieta, por fin, pudo guardar en la guantera del Malibú, la comisión de quinientos mil bolívares que se había ganado actuando como intermediario en la venta del Monza; mantenía escondido el dinero pues la dueña juraba que en sólo doscientos mil bolívares consistía el trato, pero el muchacho le adelantó dinero para apartar la cacharra, y de paso, ni tuvo la pequeña intención de desmentirle al firmar el contrato por siete millones doscientos. Su celular jamás dejaba de repicar y darle jugosos negocios en los veinte años dedicadísimo a la venta de automóviles. En el día pudo vender una Bronco, un Malibú y, por supuesto, el maquillado monzita de la vieja quisquillosa. Suponía ella, al llevarlo al mecánico, que éste descubriría el verdadero estado de la máquina sin abrirla… ¡Ja!: a “O/60” con pistones a medida, nunca se le ve la falla a un carro por lo menos en un mes; suficiente tiempo para alegar malos tratos por parte del nuevo propietario. Teniendo por compadre al Comandante del destacamento 45 de INTTT en la jurisdicción y mojándole la mano al Supervisor de la CTPJ, jamás se le haría difícil vender el carrito con seriales dudosos de “Mon”, el latonero. Ante cualquier percance, aducir que era un simple intermediario, lo pilateaba de toda culpa.
Hagamos un alto para engordar las informaciones que hemos planteado, de sumo interés les resultara el dato de los cinco clavos de acero inoxidable y la platina que lleva en el fémur derecho el fallido prospecto de los Piratas en Venezuela: Wladimir Espinoza: Quien fuera internado en el Hospital de la capital, hace dos meses, tras sufrir un accidente automovilístico donde volcó su camioneta Ford Bronco y en el que murieron su novia y una pequeña niña con mala suerte tratando de pasar la intercomunal al momento del siniestro. Más fácil le parecía cargar con la culpa de esas muertes, que haberse truncado la profesión de beisbolista por culpa del exceso de alcohol y una soberbia sesión de sexo oral que le practicara la difunta. Fueron necesarias muchas suturas para conectar, de nuevo a su sitio, la cabeza de la joven, y una descarada suma de dinero para silenciar los gritos en las bocas sedientas de justicia de la familia de la menor. La Bronco fue declarada perdida total, se habría ponchado si no fuera por la diligente obra del latonero Mon, quién se hizo cargo de la camioneta salvando sólo las partes donde se encontraban los seriales de la carrocería y el motor; Encargó una camionetica cochina en el mercado negro. Para librarse de cualquier lío, recurrió al reconocido revendedor Arrieta, por fin, todo arreglado.
Paucide Alejos, quién compró la Bronco, sólo conociendo el antecedente del volcamiento, estacionábala frente a su recién remodelada y ampliada casa en las adyacencias de la Intercomunal. Los vecinos acudían a ver el Flamante camionetón que se había ligado el sortario por míseros doce millones. Los hijos, que le esperaban ansiosos desde hace más de tres horas, con el sueño de estrenarla en la playa, no terminaban de creer la suerte advenida. Es importante agregar aquí que, Ligia de Alejos, salió de la casa metida en una bata roída pero limpia y esputó un potente salivazo en el capó del vehículo, maldiciendo el descaro de Paucides, antes de estallar en sollozos y juramentos; Ahora en su casa iba estacionarse el trofeo de rancio dolor que sufrió por su hijita. Ningunos millones alivian el desgarre de entrañas que siente cada vez al recordar a la niña hecha jirones con ambas piernas quebradas en posición inversa, los intestinos adheridos al asfalto y la lengua exacerbadamente fuera de la boca. Paucides sufrió mucho hasta que vio el cheque, ese malvivido estorbo que resopla sudoroso y podrido los fines de semana a un lado de su cama. Por fin, no pasó de un escándalo la noticia del arrollamiento, la justicia fue abilleteada, y el dolor ahora es un monstruo negro aparcado frente a su hogar.
Mon ligaba una pintura vieja, sobrante de un trabajo, con otra que le trajeron para pintar un carro, era muy hábil recortando presupuestos y calidad acrecentando así sus ganancias bajo cuerda. No sería correcto decir que era un embaucador; su trabajo era reconocido por cualquier conocedor de la materia, beberse una cajita de pilsen a diario no le impedía ser dueño de un pulso envidiable, solo una pasada le bastaba para dibujar una franja uniforme en la latonería, pintaba al horno en un galpón construido en láminas de zinc, siempre dejaba una marca personal en cada uno de los autos, el propietario exhibía con orgullo la valiosa firma, ya que era uno de los talleres de latonería más caros y afamados. Esteban, hijo de Mon, le ayudaba en las labores menores y aprendía el arte de su padre, pero era presa de los más dilatantes abusos por el lento modo de pensar con que trabajaba; las sílabas manaban de su boca como si estuviera sacándose una cuerda muy gruesa del esófago, Mon lo llamaba bobolitro y tenía la manía de golpearle la nuca con su ancha y áspera palma extendida. Dentro de poco recibiría unos morlacos, con los que pensaba tirarse a Corina la que me orina; irse de juerga a la playa, por fin, y descoserla…
Joaquín Serrano se dispuso a trabajar la mañana siguiente con la esperaza de empezar a pagar, por fin, el préstamo que necesitó para completar la oferta de Arrieta, colocó el casco de taxi sobre el techo lustroso del monza, pues lo había lavado exhaustivamente. Revisó el nivel del aceite y constató la necesidad de agregarle un litro al motor, observó los cauchos, los pateó suavemente, abrió su carrito, introdujo la llave suavemente en la suichera y encendió la maquina escuchando un pequeño pero preocupante sonido de tintineo, eso, aunado a la perdida de aceite, le hizo prometerse que ese mismo día visitaría al mecánico. Atravesaba la avenida Libertador cuando una suerte de convulsiones se apoderó de las entrañas del auto. La calle oscureció y la palabra Pistones le condensó el alma, quiso ahorillarse pero el vehículo expulsó tres detonaciones, apagándose violentamente. Un repentino chubasco, se desató sobre la ciudad, las gotas golpeaban, fuertes y gruesas, en el parabrisas del carro, accionó el limpiaparabrisas, los brazos hicieron el primer abanico y uno de ellos, el del piloto, se detuvo a medio camino. El semáforo permanecía en rojo, motivo por el que bajó a abrir el capó. Salía un humo grueso y blanquecino del purificador, la simbología del semáforo dio paso a la luz de avance, los choferes de las busetas, hermanados con otros conductores, trepidaban sus cornetas al estorbo en la vía, Joaquín nervioso, trataba de justificarse ante las obscenidades que le disparaban los choferes, explicando su estado accidentado.
Alí Castro, concubino de Ana Grisela Osorio Parra, hombre pequeño, enjuto de hombros y exuberante abdomen, conducía el nuevo Malibú de su mujer al tiempo que Joaquín Serrano cerraba la capota del Monza, lo vio limpiarse el agua de la cara con un paño de cocina, e intentando esquivar los parachoques, trataba de llegar al brocal de la acera. Metió pata a fondo, para pasarle cerca diciéndole: Ese prende con candela. Desapareciendo en una estela azul de humo en la bocacalle, con la mano derecha giró la dirección hidráulica del malibú, mirando por el retrovisor el rostro compungido de Joaquín. No se percató del peatón que cruzaba la esquina, solo sintió el golpe y el crujir de huesos de la masa gigante tragada por el chasis del carro, para cuando frenó, el flanco izquierdo del Malibú se levantaba treinta centímetros del lado izquierdo, una arteria en el cerebro se hinchó de sangre tras el impacto intuitivo de la catástrofe. El ojo izquierdo se paralizó al tiempo que desparecía en el parpado superior, vio chispazos coloridos implotando dentro del lóbulo cerebral derecho, una tensión se apoderó de la parte izquierda del cuerpo perdiendo el conocimiento, para nunca más, recuperarlo. La Muchedumbre de curiosos hizo su acostumbrado acto de presencia, Joaquín olvidó su desastre personal y acudió a ver el suceso, llegando pudo escuchar las últimas palabras del magullado peatón: Busquen a Mon, dijo antes de morir, exhalando un “Mi papá” lento y descendente. Dentro del Malibú, yacía Alí Castro engarrotado en una trombosis fulminante, Esteban pintaba con su sangre el riachuelo en el asfalto trashumante, transeúntes y choferes detenidos susurraban confundidos mientras que Joaquín decía: Ese hombre andaba volando. Los bomberos llegaron para levantar los cadáveres, enrumbándolos, por fin, a la morgue del hospital central.
El señor Arrieta habilitaba unos contratos en la notaría cuando le dieron la noticia vía telefónica, el antiguo carro de Mon había matado a su propio hijo en la avenida libertador, es bueno introducir aquí, la información crucial que representa la del encarcelamiento del padre el día del accidente; una comisión de la Policía Judicial, cayó de sorpresa en el taller del latonero, encontrando un sinfín de refacciones robadas en el establecimiento. El pitazo lo proporcionó Ligia Alejos, esposa del propietario de la Bronco, pues enterándose de la mala procedencia de la camioneta, dio parte a las autoridades con la intención de ver decomisada también, el trofeo de melancolía que hedía en su garaje. Esteban pudo escapar del Allanamiento pero no a la muerte, salió corriendo del taller, el nerviosismo y la lluvia le impidió ver el Malibú, que perteneció una vez a su padre, arrancarle la vista de éste mundo. Arrieta se trasladó en un Neón, ya negociado, hasta la morgue del hospital central, allí encontró a Ana Grisela Osorio Parra llorando el fallecimiento de su conyugue. La familia de Mon observaba resentida a Ana Grisela. Con su hermano encanao y bobolitro muerto, a ellos les correspondía sufragar los gastos funerarios y legales, conversaban acerca de vender el taller para costear la emergencia. Arrieta seguía recibiendo llamadas de compradores y vendedores. Sin vergüenza alguna relataba, a cada interlocutor, la desventura de Mon y Ana Grisela Osorio Parra. La prensa amarillista llegó para entrevistar ambas familias, por fin, el ambiente cobró su altura miserable con toda fuerza.
Víctor Arrieta, único hijo del Señor Arrieta, giraba instrucciones a sus subalternos para las actividades del día, cuando la radio de onda corta, suministró la noticia del accidente en la avenida libertador. Salió delante, la ambulancia, seguida por el camión rojo de la institución, y la grúa. Él iba de copiloto en la ambulancia; desde la entrada del nuevo comandante, debía ponerse las pilas para que no le serrucharan las patas. Llegó a las adyacencias del lugar, cuando vio el cadáver de Esteban, recordó la imagen de la niña muerta en la Intercomunal, que había levantado hacía unos meses. La imprudencia cobraba una nueva existencia, la lluvia lavaba la sangre del asfalto, mientras empañaba los vidrios del malibú donde permanecía quieto Alí Castro. Fue necesario cargar al hombre caucásico entre tres bomberos, a pesar de su tamaño, resultó muy difícil desprender la mano derecha del volante, por fin, fueron puestos juntos los cuerpos en la ambulancia. El malibú, enganchado por la grúa, se trasladó hasta el estacionamiento del INTTT.
Ligia Alejos, recorría la casa disimulando la búsqueda de un objeto perdido; excusa idónea para camuflajar el nerviosismo que sentía en la espera de la CTPJ y el decomiso del monstruo negro. Paucides, hundido su nuevo sofá, observaba una telenovela con una cerveza en la mano, regañaba a Ligia por obstruirle la visibilidad del aparato con esa pasadera. Una sirena aulló frente a la casa y el hombre se levantó pesadamente del mueble. Apenas hubo traspasado el límite del porche, una comisión de efectivos le esposó y requiso contra su camioneta, Ligia veía desde la ventana la sorpresiva entrada de los petejotas. Los niños lloraban por su padre. “Señora, traiga las llaves de la Bronco”, alcanzó a escuchar. Explotó en ella la alegría, desprendió las llaves del carro del clavo en la pared y desde la puerta la arrojó a los oficiales, sin disimular la sonrisa en el rostro. Paucides la miraba con los ojos descuartizados, entendiendo la jugada, le gritaba: ¡maldita traidora! Al tiempo que le obligaban a subir a parte trasera de la camioneta Blazer rojo y blanco de la CTPJ y otro funcionario encendía, por fin, el motor de la aberración negra, para seguir la unidad.
Joaquín Serrano caminaba bajo la lluvia en la inútil búsqueda de un mecánico que gustase de trabajar mojándose, visitaba uno tras otro los talleres que conocía encontrando la misma respuesta: “si te esperái dos horas…” Dentro de sus botas, el agua hacía un sonido flatulento haciéndole caminar como retrasado mental. Por fin, el vendaval cesó, dejando las en las calles una verdadera quebrada; tan fuerte fue la descarga del cielo, que las tapas de las cloacas se levantaban dejando salir el hediondo manantial de sus vías congestionadas. Manolo, el mecánico tigrero se encaminó con él hasta la dirección donde había dejado el Monza, cuando lo vio, brotó de su garganta gutural, una carcajada larga y menospreciva. Resulta vital, evocar los problemas que tuvo el mencionado lavatuercas en el intento de maquillar un Monza dos semanas atrás, para ponerlo a la venta. Visto desde fuera, el carrito estaba coqueto, pero el funcionamiento del vehículo era una carroña. Una señora lo trajo a su garaje, porque no tenía taller sino unas cuantas llaves y dados, para que lo pusiera a rodar. Pasó tres días trampeando la llaga, hasta que, por fin, pudo hacerlo funcionar de manera aceptable. Joaquín le veía desconectado; una sospecha se anidaba en su pensamiento, pero temía preguntar. Abra el capó, dijo el sonriente mecánico, Joaquín siguió la orden, observando en el rostro del hombre un sarnoso gesto. Dos horas de revisiones y manipulaciones innecesarias, le costaron al bolsillo de Joaquín, la suma total que había conseguido en las primeras carreritas de la mañana. Sin compasión el mecánico le manifestó la necesidad de hacerle de nuevo la máquina, pero al ver el tristísimo estado de su cliente, sintió la necesidad de confesarle la verdad: Pausada, y detalladamente, le habló del bloque rectificado, los taquetes que no cargaban, la rebarba de los cilindros, el árbol de levas rayado, el arranque soldao, el bengie jodío, la base del motor rota,los tripóides a punto de romperse, el kit de la dirección vuelto mierda, el disco, prensa y collarín quemado, eso, entre las cosas más importantes; lo demás eran tonterías. Joaquín no terminaba de creer su desgracia, lo habían estafado.
Al ver llegando el Malibú al estacionamiento del INTTT, el Sargento y compadre de Arrieta, se le erizaron los bellos de los antebrazos, “coño; me jodí” alcanzó a decir, mientras salía a preguntar los motivos por los que trían ese carro hasta ahí. Al enterarse del cuento, corrió a desaparecer de los archivos, los bauches, el acta de revisión, y cuanta prueba hubiera del delito, manipuló las estadísticas de ese día y convocó a los inspectores de guardia a una reunión a puerta cerrada, para que nos protegiéramos las espaldas. En la CTPJ hacía su entrada la camioneta Bronco de Paucides encabezando al reo esposado. El sargento siquiera se turbó; estaba acostumbrado a lidiar con esas vainas. Tres petejotas se dedicaron a desvalijar la nueva entrega. En un cubículo pequeño mantenían a Paucide Alejos aún esposado, acompañado de dos efectivos. La puerta se abrió, por fin, dando paso al Sargento, quien sin mediar procedimientos le dijo a Paucide que había Un Millón de soluciones para arreglar el problema. Al punto, el interpelado entendió, y mencionó la existencia de ese millón de soluciones, en un talonario almacenado en la guantera de la camioneta.
Wladimir Espinoza, sacaba del concesionario, un Optra cero quilómetros, lo acompañaba Corina; hermana de su novia muerta, a la que conquistó apenas salió del hospital. No puede pasarse por alto, la sed de venganza que la muchacha le guardaba a Wladimir; aceptó los descarados perros echados por el beisbolista para tenerle lo suficientemente cerca, y mantener enterada a Ligia Alejos, de todos sus movimientos. Se hicieron amigas, mientras esperaban en la morgue del hospital central, los cuerpos de sus seres queridos. Hermanadas en el dolor, planificaron vengarse del irresponsable asesino. Ejecutarían juntas la doble venganza en el momento preciso. No había recorrido un kilómetro, el auto nuevo, cuando Corina pidió a su novio la llevase a un centro de telecomunicaciones para hacer una llamadita. Por supuesto, Wladimir le ofreció su celular, oferta que rechazó porque tenía que hablar con su mamá, y ella se daría cuenta que andaba con él, gracias al miraquienhabla. Sí el quería irse a estrenar el Optra con ella a la playa, debía, primero, permitirle improvisar una buena coartada. Corina entró, por fin sola, al centro de telecomunicaciones, poniendo al corriente a su amiga Ligia, el ultimo giro en la vida de Wladimir.
Ligia Alejos, recibía el telefonazo de Corina, cuando una terrible aparición se estacionó frente a su casa, La camioneta Bronco, parcialmente desvalijada, escupió de sus entrañas la furiosa estampa de Paucides. Ligia colgó y se metió a la cocina, Paucide la persigió iracundo tomándola del cuello, mientras ella imploraba ayuda a los vecinos. El conyugue, para evitar un escándalo sobre otro, soltó la garganta de la mujer y exigió una explicación, ella alegó que si sonreía era porque esa maldita camioneta no la quería en su casa. Pero ella no había hecho nada; si entregó las llaves fue por nerviosismo. Treinta minutos después, logró convencer al concubino de su inocencia. El ambiente irrespirable se alivianó y los hijos se dieron, de nuevo, a la tarea de empacar las cosas con motivo del estreno de la Bronco en la playa. Ligia sugirió, gracias al dato de Corina, el nombre de una conocida playa del litoral. Por fin, se escuchó el encendido de la camioneta, y la familia Alejos partió de vacaciones.
Joaquín Serrano, digiriendo aún la sorpresiva noticia del mecánico, observaba perdido, cómo enganchaban el Malibú del tipo que se burló de él. Se acercó a un Bombero que parecía el mandamás del grupo y le pidió los servicios de la grúa, cuando trasladaran, por fin, el vehículo al estacionamiento. Víctor Arrieta, interpretando el afligido semblante de Joaquín, le acompañó a dar una última revisión eléctrica del monza, quedándose con él, a esperar la grúa que no debía tardar más de veinte minutos en llegar, pues sintió culpa ajena al reconocer el monzita trampeado, negociado por su papá. La grúa llegó y Joaquín preguntó cuánto le iba a salir el traslado, Víctor le respondió que con las gracias se conformaba, dedicándose, él mismo, a enganchar el carro de Joaquín al wincher de la grúa. Tuvo problemas al decidir el soporte donde ataría el gancho en el auto; de la argolla donde se remolcaba no quedaba más que unos limados puntos de soldadura, así que decidió prenderlo de la base del tren delantero. Accionó el potente motor con que la maquina levanta los automóviles, el lento ascenso del vehículo dejaba escuchar unos chirridos poco comunes, se acercó a examinar el monza. Como no podía ver la causa del sonido, se agachó para ver desde abajo lo que sucedía con el gancho. El tren delantero se desprendió y el Monza cayó como una pedrada en la cabeza de Víctor Arrieta. Propinándole una muerte inmediata.
Wladimir estacionaba su nuevo Optra a treinta metros de la playa, por fin vería en un microquini la despampanante figura de Corina. A la que desde hace tiempo, deseaba, incluso, más que a su difunta hermana. Corina se desprendió del chorsito caliente conociendo la aberrada necesidad de Wladimir por bucear sus partes, salió corriendo al agua y allí hundió la cabeza, levantándola en un arco libidinoso, al mejor estilo de las películas holiwoodienses. Wladimir juntó las palmas de sus manos, amasando estremecido el desenlace de su plan. Cerró la nave, bajó los accesorios de la maletera y, cava en mano, se dispuso a orillarse en la bahía.
Ligia Alejos mantenían a Paucide manejando hasta encontrar un buen lugar para estacionarse, vio el Optra de Wladimir Espinoza y dio una potente voz de alto a su concubino. Éste la dejó hacer y se estacionó a cincuenta metros del Optra nuevo, los niños fueron a darse un chapuzón sin bajar las cosas de la monstruosa máquina, Ligia permaneció en la camioneta y pidió a Paucide que le comprase un bloqueador en una tienda al otro extremo de la carretera. Paucide lo hizo sin objeciones, pues una vez que se dedicara a libar, no le gustaba ser molestado.
Corina había caído en cuenta de la llegada de la familia Alejos, salió del agua, moviendo su exótica figura hasta el lugar donde Wladimir la sadiqueaba. Llegando, pasó su mano por el pecho del beisbolista, pidiéndole el favor de buscarle el bronceador al carro, el muchacho se levantó como un resorte y fue ejecutar la orden sensual de Corina.
Ligia entendió la señal de Corina desde donde estaba, y enroscó su posición de copiloto por la de piloto, el maldito se acercaba trotando, giró la llave del suiche, el motor rugió como nunca, el espectro de su hija muerta salió por debajo del Optra y le veía arrastrarse hacia ella como una cucaracha; las piernas quebradas, e inversas las coyunturas, empujaban a su beba hacia delante, los bracitos parecían las antenas… escuchaba su voz: “Mami, me duele, me duele…” Bajó la palanca hidromática con fuerza, la camioneta lanzó una estela de arena hacia atrás.
Wladimir abrió la puerta del Optra, escuchó la venida de un automóvil a toda velocidad, la impresión de ver su propia camioneta embestirle le congelo la fuerza motora, observó los ojos desmesuradamente abiertos de Ligia Alejos y una cascada de imágenes de la familia de la niña muerta, le dio la procedencia de ese rostro alucinado; en la sala de emergencias, era esa, la misma mujer que le gritaba “¡Asesino!” desde los brazos de los enfermeros. Intentó cerrar la puerta pero al hacerlo, una pierna quedó clavada a la arena como si “algo” le impidiera el escape, bajó la vista para deshacerse de la traba, su corazón petrificado dejó de funcionar, al ver una niña destrozada y sonriente, sujetarle la pierna operada desde el piso. La colisión dejó hecho un guiñapo de sangre y hueso al prospecto de los Piratas en Venezuela, y un tumulto de curiosos se acercaba a presenciar el siniestro.
Por fin, un mes después, Ligia Alejos era recluída en el sanatorio mental en las afueras de la ciudad, la Bronco fue rematada como chatarra junto al Optra. El Malibú fue puesto a la venta en el juzgado. Frente a la casa del Señor Arrieta, permanecía estacionado un Monza Gris y Plomo, con el aviso de “Se Vende” en el vidrio trasero. Una muchacha descendió de un Taxi, y preguntaba al revendedor, el precio del vehículo.
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