- ¿Una rosa para el ojal, caballero?
La voz de la niña me obliga a levantar la mirada desde el fondo de mi taza de café. Avenida Suecia, la pequeña calle con ínfulas de avenida, es un hervidero de adolescentes aparentando adultez, y de adultos rogando por la adolescencia perdida. Un buen número de restoranes, discotecas y pubs le han dado fama de lugar de diversión nocturna, pero bajo las luces de neón, las risas y la música estridente subyace el mundo del cual proviene ésta pequeña florista.
- ¿Cuanto cuestan? – Pregunto, sin interés real, sino sólo para que la niña permanezca un momento más a mi lado y poder verla bien.
Tendrá doce o trece años, a lo sumo. La noche ya no es calurosa, sino que tiene el fresco que anuncia la cercanía del otoño, y sin embargo la niña no viste más que una falda corta de algún color obscuro, y se cubre con una camiseta amarilla de mangas cortas y cuello redondo. Lleva por calzado unas sandalias de enorme terraplén, y por sus pantorrillas suben calcetas de tres colores, casi hasta la rodilla. No distingo bien si se trata de pecas, lunares o simple suciedad en sus mejillas sin color. Sus labios son sumamente finos, y parecen haber olvidado hace mucho tiempo como sonreír. Sus ojos son lo que más llama la atención, pues a la luz de la calle parecen enormes perlas negras con puntos de brillo en su interior.
- Mil pesos. Quince la docena.
Es la clave. No se trata de un error de matemáticas. Una rosa de las que lleva apretujadas en los brazos, cuesta mil pesos, pero la docena de rosas, marchitas ya en botón, que se ocultan bajo la falda cuestan quince mil pesos.
- No traigo tanto dinero aquí, acompáñame al cajero.
Mi respuesta es automática, porque la he ensayado cientos de veces para hacerla parecer natural. Me levanto y miro de reojo a mi alrededor. Las parejas y los hombres y mujeres sólos que se cruzan por mi lado parecen mirarme a su vez de soslayo. ¿Acaso es anormal que camine en silencio hacia el cajero automático que se encuentra cuatro cuadras más allá? ¿O es anormal que la delgada muchacha me siga en silencio dos pasos detrás de mí? Ustedes son los anormales –pienso- vestidos de mil colores y formas, con los cabellos teñidos con los colores más chillones posibles, cortados de las formas más espantosas que cabe imaginar.
- Ve tu adelante.
Necesitaba verla caminar delante de mi para sentirme más tranquilo. No fuera a ser cosa que extrajera de entre sus ropas un puñal u otra arma para asaltarme. Sus cortos años no serían obstáculo para rebanarme el cuello si lo deseara, ya conocía yo bien la violencia que anida en los corazones de esta muchachada miserable, despojos de una sociedad en donde se ha impuesto la ley del más fuerte, y en donde ellos han tocado la peor parte. Debíase poseer una experiencia como la mía para no dejarse engañar por esas piernas delgadas y la suave cadencia de las nalgas que se adivinan bajo la falda al caminar, suponiendo que de semejante pequeña no podría salir una muestra de maldad.
En realidad había un cajero mucho más cerca del lugar donde estaba, pero era necesario llegar a éste cajero, lejos del tránsito normal de las personas a esa hora de la noche, y ubicado estratégicamente de tal forma que una vez dentro, las mismas máquinas y los mesones interiores ocultaban gran parte de lo que sucedía adentro.
Introduje mi tarjeta en la ranura, al mismo tiempo que ella estaba introduciendo mi miembro en su boca, arrodillada entre mis piernas y la máquina de dinero. ¿Cuál era ahora la máquina de dinero? La metálica y brillante que estaba pidiendo mi código de acceso, la de carne y huesos que estaba pidiendo mi semen violento, o yo mismo que estaba siendo utilizado por esa niña para obtener su dinero?
- Tres ... siete ...
Establecimos tácitamente el juego enfermo de conseguir el dinero al mismo tiempo en que ella conseguía mi orgasmo. Me demoraba entre cifra y cifra del teclado, al tiempo que se las repetía en voz alta, para que ella supiera que el tiempo límite se acercaba. Pero la pausa entre cifra y cifra era suficiente como para que ella supiera cuanto disfrutaba.
- ... cinco ... cero ...
Ya solo tenía dos cifras más para conseguirlo. Y al parecer lo conseguiría. Luego se levantaría y yo podría cogerla en mis brazos para sentarla sobre la misma máquina, y penetrarla sin prisas, gozando de su sexo aún pequeño pero ya sucio por cientos de noches como ésta. Cientos de noches en que los tipos más abyectos y miserables la han utilizado, gente que se topa en la calle con uno mismo, que comparten el asiento en el mismo autobús, que rozan tus brazos en el metro, o que te sonríen una mañana de primavera. Personas tan comunes y miserables que no merecen de ti una segunda mirada, pero que quizá si lo hicieras podrías ver lo obscuro de su alma que se vacía y se seguirá vaciando noche tras noche en el sexo dolorido de esta chiquilla.
- tres ... cinco.
Buena acabada. Magnifica. Pero la muchacha no lo va a saber. Con el mismo movimiento en que cojo su cabeza entre mis manos para guiar sus últimos vaivenes, la estrello contra el metal del cajero. Tengo que hacerlo dos veces más antes de oír el crujido seco de su cráneo.
Tras introducir el último número y mientras la muchacha bebía de mis miserias más profundas, la máquina me informaba que mi cuenta ya no tenía saldo. ¿Cómo se lo iba a decir?
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