LOS ÁRBITROS
―¡Hay camello muchachos!.
―¡Buena Jorge Kléber, ya era hora!.¡¿Qué es lo que hay que hacer?!
―¿Quiénes quieren arbitrar en un campeonato de fútbol infantil?
―¡Yo!―digo rápidamente y casi al unísono escucho las voces de Héctor, Fabián y Pablo diciendo lo mismo.
―La paga es buena pero deben pitar durante todo el campeonato y se cobra al final. Necesito cuatro árbitros, que supuestamente son compañeros míos en la Escuela de Arbitraje. Ustedes no lo son, pero deben pasar por serlo. ¡Ese billete debe quedarse con nosotros!. La plena es que me habló un pana que está muy bien conectado con Liga de Quito, que ha organizado este torneo y empieza el sábado. ¿Cómo andan sus conocimientos de las diecisiete reglas del fútbol, muchachones?.
Quién así nos hablaba, era Jorge Coppiano Castillo, un chonero de veinticuatro años, estudiante de Educación Física en la Universidad Central y también de la Escuela de Árbitros de la Asociación de Fútbol No Aficionado. Iba siempre por el apartamento donde vivíamos, sólo o con Héctor ―mi compañero en Ingeniería Civil en la Universidad Central― o Ciro Ignacio ―que estaba en Arquitectura―, sus compañeros de cuarto, y que por el hecho de ser costeños, habían hecho “pata” con nosotros, desde principios de ese año lectivo. Era una mañana de febrero del 79, había llovido, hacía frío y estábamos por salir a almorzar donde la señora María, una negra colombiana que recibía comensales en su casa, acogía pensionistas, tenía una pasable sazón, buen carácter, un hijo jugador de poker ―que las oficiaba de mesero―, nos apreciaba y, sobre todo, a fin de mes, nos fiaba la comida.
Mientras andábamos las dos medias cuadras que nos separaban del sitio de la “jama”, escuchábamos a Jorge Kléber ―así le decíamos y así se llamaba― que nos sondeaba para tener una idea de cómo estaban nuestros conocimientos de las reglas del rey de los deportes. Ya había catado que algo sabíamos, porque muchas veces había participado en las apasionadas discusiones que sobre nuestros equipos favoritos y el campeonato nacional sosteníamos. Él, Héctor, Bolo, Pablo y yo, hinchas de Emelec y Fabián, de Barcelona, aunque este último, generalmente no participaba, porque su interés por el fútbol, no era tan acendrado como el nuestro.
―Hay cuatro “lucas” para cada uno por pitar todos los partidos que se les asigne y ese billete muchachones, es todo para ustedes. Yo no quiero nada porque en los próximos cuatro fines de semana en los que se desarrolla el campeonato, tengo que pitar en las ligas barriales y voy a ganar más o menos lo mismo y luego sigo arbitrando allí. Eso sí, después de cobrar me invitan a unas “bielitas”, por lo menos, y una comida en chévere, en restaurante fino, por lo menos.
Mientras el caldo de fideos, humeante, nos calentaba el alma y nos reconfortaba el cuerpo, yo pensaba en las cuatro “lucas” que me tocarían. ¡Lindo padrino!, como decía el flaco Hugo. Si mis viejos me mandan tres mil quinientas “latas” al mes, ese billete me cae de perillas y por divertirme cuatro fines de semana.
Cuando llegó el segundo, arroz con arvejas cocinadas y dos albóndigas de carne de res, yo ya estaba pensando en gastar parte de la “guita” invitando a bailar a Ileana, una comensal machaleña delgadita y no muy alta, con un cuerpecito de escándalo y que me ponía las intensas cada vez que la encontraba a la hora del almuerzo. Mientras, Jorge Kléber ya había dado “papaya” y prácticamente con el último bocado, nos dijo que al día siguiente, a las diez, teníamos que ir a la oficina del duro, el que nos contrataría, pero, eso sí, debíamos asegurar ser alumnos de la Escuela de Arbitraje y estar listos para responder algunas preguntas sobre los reglamentos de la pelota. Héctor y Jorge se fueron a su cuarto y Pablo, Fabián y yo enfilamos al departamento, donde éramos pensionistas de Billy e Isabel, lojano de Alamor y manabita de Calceta, respectivamente, padres de “la colorada”, una bella niñita de casi un año, quien hacía las delicias de todos nosotros con sus locuras infantiles y que con sus mimos, me recordaba a María Fernanda, mi primera sobrina, hija de Patricia, mi única hermana y la persona más joven y reciente de mi familia.
―¡Toblipa! Tienes que refrescarme la memoria sobre los reglamentos. ―dijo Fabián mientras le encendía el cigarrillo a Pablo― Ese billete me cae como anillo al dedo y me lo puedo ganar porque es en los fines de semana. Fabián Sánchez, a quién apodábamos “Chimpandolfo”, en alusión a un barbado personaje de “Chespirito” desde una época en que decidió no afeitarse, trabajaba de lunes a viernes en una imprenta, manejando la fotomecánica, y el sueldo no era gran cosa. “Toblipa” era Pablito, pronunciado al revés, costumbre muy utilizada por nosotros en el habla cotidiana. Pablo Alcívar Avellán, cuya memoria honro ahora, era un poeta combativo (aún guardo un hermoso poema suyo a Dolores Ibarruri), activista sindical desde la universidad, donde estudiaba Jurisprudencia, sobrino de Isabel, nuestra casera, puntero izquierdo de cintura cimbreante, a pesar de su físico regordete ―definido por dos líneas verticales perfectas, desde los hombros a los tobillos y cabeza totalmente cuadrada, pegada directamente sobre los hombros, y cabello lacio cortado a cepillo y peinado con raya al lado―, gran bailarín de salsa, bajito, voz grave y algo ronca, con un fino sentido del humor y de una bonhomía inigualable.
―A ver “Chimpan” ¿qué es lo que no sabes?
―Si lo único que sabe “Chimpandolfo” es patear con la izquierda―digo yo, aludiendo a su zurdera, pero abiertamente tachándolo de “meco”.
―No jodas, gago ―me responde Fabián―. Sólo necesito que me aclaren bien lo del “Off Side” porque lo demás es pan comido.
―¡Cómo! Si porque el man patea con la izquierda le dicen “el artista” ―acota Pablo, con su voz ronca, recordando las veces que jugábamos a altas horas de la noche, después de clases, frente al departamento en la calle Arenas ―algo insólito en Quito―, casi frente a la entrada principal del colegio Mejía, durante el mundial del 78―, alargando la vacilada a Fabián y aclarando al final:
―Pero, “el artista Ephanor” ―(quien por esa época hacía roncha en Barcelona).
―¡Claaaaaaro! ―le espeto yo, haciéndole un guiño a Toblipa, para continuar con la jodienda, a expensas de “Chimpandolfo”.
―¡No me jodan!. A ver Bernardo, explícame.
Estábamos ya adentro y entre Pablo y yo tratamos de aclarar las dudas de Fabián y quedamos listos para el día siguiente, cuando Jorge nos pasaría recogiendo para ir a la reunión en el edificio Proinco, con el tipo que nos contrataría. Fabián dijo que pediría permiso por un par de horas en su trabajo, para poder acudir a la cita de las diez. Esa noche, antes de dormir, yo hacía mis planes: me compraría una nueva mesa de dibujo con lámpara, una cama más grande con su respectivo colchón y la salida con la machaleña. El resto, “Full, tripa mishqui y unas “bielitas” con Jorge.
Al día siguiente, la reunión, de maravilla, no nos preguntaron nada sobre reglamentos y el tipo, nos causó una excelente impresión, fue muy gentil con nosotros y nos inspiró mucha confianza. Jorge Kléber llevó la batuta en la negociación y se confirmó el precio por el total del campeonato. En los partidos, no de iba a aplicar la regla del “off side”, para tranquilidad de Fabián y sobre todo, de Jorge Kléber. Cuando llegamos al almuerzo, los comensales más cercanos a nosotros se interesaron al escuchar nuestros comentarios:
―¡Así que árbitros! ―dijo el licenciado, un cuarentón, calvo, orense, más barcelonista que cualquiera, habitúe donde la señora María―. ¡Pichones de Eduardo Rendón!. De seguro Fabián pitará la final. Como buen barcelonista, será el mejor árbitro.
―Se van a dar lija pitando en el complejo de Liga en Pomasqui ―dijo Gozalo, el hijo de la señora María, mientras pasaba a nuestro lado con seis platos de humeante sopa, tres en cada brazo, (sepa usted como lograba equilibrarlos), afro a lo Torres Garcés, e hincha de los albos.
―¡Cuando cobren me pagan lo que me deben!― se escuchó la ronca voz de la señora María desde la cocina, que quedaba al fondo de la vieja casa, donde el comedor era, lo que en su momento fue la sala de la colonial casa de una planta con patio interior.
―¡Y después nos jugamos un “pokersito”, para pelarles toda la “lana”― acotó Gonzalo, de regreso a la cocina, con sus brazos libres y el paso largo y apurado, de mesero experimentado.
―¡Si es póker, allí estoy yo!―. La voz nos sorprendió a todos. Era Carlitos Navas, otro compañero de departamento, quien desde el umbral de la puerta, recién llegado, irrumpía en nuestro almuerzo, con su voz grave, muy seria y un total desconocimiento del tema que tratábamos.
―¡Chacal! ―respondió Fabián a manera de saludo―. ¡Nos vamos a hacer un billete, en grande!.
―¡A ver! ¡A ver!. ¿Cómo e’ la cosa compadre!.
Carlos no sabía nada, porque la noche anterior había ido a estudiar donde Catalina, una compañera suya de medicina, colombiana, grandota, cuerazo, y que lo cargaba perrito. Le contamos, se lamentó y nos dijo que aunque quisiera, no habría podido, porque cada sábado, tenía lecciones de Anatomía, que le significaban 0.25 de punto y que salía al mediodía y los futuros árbitros debíamos empezar a pitar desde las nueve de la mañana.
―¡Pero espero la invitación para después de la final!¡No lo olviden!.
Carlos hablaba con una seriedad que impresionaba a los demás. También le había “pelado el ojo” a la machaleña y cuando más tarde supo mis intenciones al disponer del dinero ganado, me dijo, con la sinceridad del amigo de muchos años:
―¡Compadre!. ¡Me vas a ganar ese cuero!.
―Compa: el que pega primero pega dos veces ―le respondí sonriendo, anticipando el “levante”.
―’Ta bien. No desperdicies la oportunidad.
Era jueves y Jorge Kléber nos dijo que en la noche vendría a instruirnos en las reglas del fútbol y sobre todo en los ademanes que debíamos ejecutar a la par que hiciéramos sonar el silbato. Así, si esa noche no quedaba todo claro, aún teníamos el viernes para quedar bien preparados.
Yo tenía un ligero entusiasmo, que lo achacaba a unas pocas experiencias en el colegio, cuando en el campeonato interno de básquet, por ser miembro de la selección del colegio ―suplente, por cierto― había arbitrado unos cinco o seis partidos y me había gustado la sensación de impartir justicia. Además, como siempre me había gustado el fútbol y lo practicaba habitualmente los sábados, algo de reglamentación conocía y me sentía seguro por ello. Pablo también jugaba y aunque Héctor no lo hacía, se notaba sus conocimientos de la materia y los veía bastante confiados. Fabián, con las instrucciones de Jorge Kléber, se pondría a punto. Cada uno fue a lo suyo y luego de regresar de clases, como a las nueve y media, nos dispusimos a esperar a Jorge, quien no tardó en llegar y nos dio una muy buena charla sobre las diecisiete reglas. Cosa rara, nadie preguntó por los jueces de línea, ni los silbatos, ni la indumentaria que íbamos a necesitar. Creo que fue por la emoción de saber que tendríamos un ingreso extra que nos caía muy bien. Al día siguiente, una vez reunidos todos, fuimos a comprar silbatos a la calle Ipiales y decidimos que vestiríamos blue jeans, zapatos de goma y camiseta, salvo que en Pomasqui nos dieran calentadores y buzos, lo cual ciertamente no esperábamos. Nuevamente por la noche llegó Jorge Kléber y aclaró alguna que otra duda. Quedamos en que pasaría al día siguiente por la casa a las ocho, para tomar el bus de la línea 20, Mitad del Mundo-Panecillo, que pasaba en la esquina, al pié de la entrada principal del colegio Mejía, nos acompañaría, nos dejaría en Pomasqui, vería nuestro desempeño en los primeros partidos y se iría a San Carlos, donde pitaría en un par de encuentros de la liga barrial.
Esa noche no hubo guitarreada ni bohemia, nos acostamos temprano luego de conversar con Billy, nuestro casero, ya en último año de medicina y que trabajaba ad-hoc en el Hospital Eugenio Espejo por varios años. Billy era un tipo formidable, tranquilo y alcahuete nuestro en lo que a la bohemia en casa se refería, donde nunca faltaba el traguito y alguna que otra cosita, el momento menos pensado. No era para asombrarse, si Fabián tocaba muy bien la guitarra e impresionaba al más pintado cuando punteaba unos aires flamencos, haciendo puente y rasgueando a la vez, con una sola mano, Pablo y yo declamábamos nuestra poesía ―el con su voz gruesa y bien timbrada y yo con la mía, sin pretensiones, Carlitos bailaba y cantaba, lo mismo que Héctor “Don Balle” Ballesteros, esmeraldeño por más señas, y que estaba convencido de cantar como Roberto Carlos o Piero, según la ocasión. El asunto mejoraba cuando estaba Eduardo, el hermano mayor de Fabián, que nos visitaba por temporadas de hasta tres semanas, hasta el día en que se quedó para estudiar en la Politécnica y que aunque no tocaba tan finamente como su hermano, sabía como trescientas canciones ―repertorio de Los Chalchaleros, Quilapayún, Inti Illimani, Víctor Jara, Los Visconti y Jorge Cafrune, entre otros muchos. También participaban ―aunque en menor grado― los otros pensionistas, Miguel y Rodrigo Loján, primos de Billy y gente muy buena, impulsivo y bueno para el trago, como zapatero que era, el primero y tranquilón, el segundo, que era una alma de dios y trabajaba en una empresa internacional de carga, con turnos infames de veinticuatro horas cada cuarenta y ocho, y que lo cargaban con los ojos muy hundidos, casi en la nuca. A veces, Billy venía un rato, se tomaba un trago, se fumaba un tabaco y se iba, porque ―según Miguel―, las más de las noches, lo pasaban al pizarrón. La única vez que Billy perdió la paciencia, se produjo una noche, en que haciendo la bohemia, estaban también “Bolo”, el flaco Leonardo, que también tocaba la guitarra y su hermano “Ramirillo”, y grabábamos un casete de la jodienda para enviárselo a “Don Balle”, que ya se había ido a estudiar en Checoslovaquia, y al calor de los tragos, Eduardo tocó la del bombo de Les Luthiers y aporreamos el tacho de madera de la ropa sucia de Fabián, haciendo un escándalo que despertó hasta a “la colorada” que tenía el sueño bien pesado y Billy se levantó, ojeroso y somnoliento a pedirnos que bajáramos, por favor, un poco el volumen. ¡Si era un casero de maravillas!.
El sábado nos levantamos temprano, desayunamos con pan de la “Arenas” que quedaba al frente, le “periqueamos” unas naranjas a Don Olivo, el gordo de la tienda de a la vuelta y esperamos a Jorge que pasó a recogernos según lo convenido y enfilamos en el bus hacia Pomasqui. Una vez en el complejo de Liga, asistimos a la inauguración con desfile de equipos y elección de madrina incluida y arbitramos nuestros primeros partidos. Nos fue muy bien. Impresionamos como muchachos serios que éramos, fuimos justos y no se presentó problema alguno. Los niños se portaron muy correctos, al igual que los padres de familia y nada hubo que empañase nuestro debut. Regresamos el domingo para culminar la jornada de esa semana con otros partidos y todo siguió muy bien. Los partidos se jugaban once contra once, transversalmente en la mitad de la cancha reglamentaria, no había jueces de línea y los arcos tenían dimensiones proporcionales a la cancha y eran portátiles. Tratábamos de inculcar a los niños que no jueguen con violencia y los recriminábamos cuando las faltas eran fuertes, pero nunca hubo expulsados.
La noche del domingo, el balance fue más que generoso: habíamos pitado entre cinco y siete partidos cada uno y no se había presentado ningún problema. La impresión que causamos fue excelente y nos felicitaron: el tipo que nos contrató y Oscar Zubía, el ex delantero de Liga, que como funcionario técnico, súper vigilaba la realización del torneo.
El lunes, al almuerzo, Gonzalo, el mesero, fue el primero en cargársenos apenas nos vio:
―¡Que renovados y finos se les ve!¡Claro, si han estado en el complejo de la Liga!.
―Vea profesor ―le espetó Carlos, el Chacal, que ya estaba almorzando, con una parsimonia y una voz gutural, que de no haberlo conocido, me lo hubiera creído― sépase usted que entre Jorge Kléber y yo, hemos preparado a estos muchachos y cuando fueron a Pomasqui, ya eran finos. La plena, que renovados, no se. Jorgito se ha encargado de la parte arbitral y mi persona de la parte propia de los futbolistas.
Carlos hablaba así, porque había sido futbolista, y de los buenos, en el colegio Cristo rey de Portoviejo, donde fuimos compañeros. Lastimosamente, su baja estatura y su delgadísima contextura, no le permitieron ir más lejos, ya que jugaba muy bien, era muy hábil y por ende, individualista. Hizo diabluras en la selección de nuestro curso, que de cuarto a sexto, arrasó con cuanto rival se le puso al frente, junto con Luigi Martini en el arco, “Titiño” y “Pajarillo” en la defensa, él en la media y Sabando y Adolfo “el guapo” Izquierdo en la delantera, entre otros. Pero entre que terminó el colegio y se fue a Quito, se lesionó de la pierna derecha, su pierna, y jamás se recuperó como para jugar en serio. Pero los fines de semana, con los panas, era otra cosa. Se llevaba a cuanto rival se le ponía por delante y muchas veces sólo soltaba la pelota, cuando cabreados de su individualismo, lo reputeábamos en medio partido. También peleaba muy bien y en alguna ocasión, con el “Bolita” Paredes, sacaron corriendo a seis compañeros suyos de medicina, que se les quisieron levantar unas peladas. En el colegio, con permiso del Prefecto de Disciplina, con guantes de box y ante todos nosotros, y para resolver de una vez por todas una pica que se tenían, se lió en una memorable “puñetiza” con Eduardo Sánchez, a quien todavía no apodábamos “el loco”, en la que la única ganadora fue su amistad.
―¡Si hasta parece licenciado hablando! ―contestó Gonzalo, riendo, ya en el fondo del pasillo y entrando a la cocina por más platos.
―¡Más respeto para los licenciados!. ―exclamó el orense, que se sintió aludido por el negro―. Carlitos, como buen barcelonista (efectivamente el Chacal era hincha de los amarillos) debe conocer mucho sobre fútbol y si dice que lo ha jugado, no puede haber objeciones a su palabra.
―¡Se da cuenta profesor ―se dirigió Carlos a Gonzalo, que venía con seis platos de tallarín y arroz humeantes desde la cocina― como lo respetan a uno!.
El almuerzo se fue acabando entre chácharas y bromas y mis pretendidos avances con la machaleña, en cuya mesa me senté de entrada. La señora María perforó las tarjetas y nosotros de vuelta al departamento, ya fantaseábamos sobre quién pitaría la final. En mi interior, yo tenía el convencimiento que ese honor me correspondería.
―«”Don Balle” arbitra muy bien ―me dice en voz baja Fabián, que se ha rezagado un poco y va junto a mi―. Ayer me tocó verlo un tiempo porque mi partido ya había terminado y la plena es que el moreno se maneja con mucha soltura y conocimiento de las reglas. Los pelados lo respetan.
No se si me lo dice porque se me ha notado ya el deseo de arbitrar la final, por vacilarme o por hacer un comentario inocente, Chimpandolfo me pone en ascuas. El asunto se pone peor para mi cuando escucho que Toblipa le dice a Héctor, unos metros más adelante, medio en broma, medio en serio:
― ¡Don Balle va a ser el primer negro en pitar una final de campeonato en este país!.
―¡Eso tenlo por seguro! ―le respondió Héctor, con esa gracia y elegancia que a él le manaba por los poros.
Héctor Ulises Ballesteros Obando ―como se llamaba― era negro, bastante claro por desgracia, alegre, dicharachero, contumaz lector de temas esotéricos, admirador de Gurdjieff, insigne comedor de queso, de familia acomodada en su natal Esmeraldas y contra todos los pronósticos, malo para jugar pelota. No le gustaba. Lo suyo era el ejercicio individual, como caminar o trotar y alguna vez me contó que había jugado baloncesto, pero se retiró porque nunca se sintió totalmente a gusto. Conversador nato, siempre miraba por encima de sus lentes de carey que se le rodaban sobre su nariz y sus ojos y su nasal voz, se acompañaban plenamente para expresar la elocuencia de sus palabras, sus bromas y sus comentarios. Era un tipo muy divertido, con quien era imposible aburrirse. A pesar de no beber y menos aún, fumar, era capaz de amanecerse en una “juma” con sus panas, divirtiéndose. Detestaba las drogas y aunque respetaba su consumo, abandonaba la reunión si algún amigo insinuaba que iba a fumar marihuana o un maduro con queso. Se cabreaba y pedía respeto para su convicción, así como el respetaba las ajenas. Una noche de bohemia, cuando el aguardiente estaba por terminarse al igual que los cigarrillos y como la mesada no daba para más, decidimos embromarlo y de las colillas de los “Full Speed” o “King” sin filtro que solíamos fumar, armamos a sus espaldas lo más parecido a un “troncho” que pudimos y nos lo pasamos de uno en uno, sin encenderlo todavía, entre el Chacal, Toblipa, Chimpandolfo, el loco Eduardo y yo, sin mirar a Don Balle, pero viéndolo de reojo y fingiendo que era marihuana. Para cuando lo encendimos, los ojos ya se le salían de sus cuencas y su malestar se evidenció muy claramente:
―¡Déjense de pendejadas!. ¡Ya saben que a mi no me gustan esas güevadas!.
― Tranquilo compadre ―le respondió Carlos aguantando la respiración y con una entonación forzada, con la voz típica del marihuanero que quiere retener el humo en sus pulmones y proporcionarse el máximo efecto de la hierba― si esto es para ponernos bien en chévere. Si no quiere, no le haga.
Héctor nos dirigió la mirada a los demás que ya habíamos dado unas cuantas pitadas, y uno por uno se la devolvimos, con estudiada indiferencia y los ojos a medio cerrar, como si estuviéramos en onda, en medio de un silencio que quemaba. Al no encontrar respaldo, se levantó, se dirigió a la puerta del dormitorio donde estábamos, la abrió y caminó por el pasillo, para salir e irse a su casa, pero no contaba conque alguien debía abrir la puerta principal, con llave por dentro así que regresó y nos encaró, con una seriedad que denotaba su fastidio y una expresión de total rechazo y decepción:
― ¡Que alguien me abra la puerta de la calle, por favor!.
La carcajada general, brotó espontánea y estentórea y Fabián, ahogándose entre la risa, le espeta:
― ¡Yo creía que eras sacudido, moreno!.¡Que rico cojudo!. Ya veo que no conoces nada de esto, porque el que sabe, de una, percibe que este no es el olor de la marihuana. ¡No sea pendejo, Don Balle!. Esto es la suma de muchas colillas de cigarrillo y armamos un cigarro para ver cómo te ponías. Jejeje. ¡Negro gil!
―¿Le viste los ojos al moreno? ―me pregunta Carlos.
―Sí. ¡Parecía vaca ahorcada!.
Héctor, que había pasado del coraje reprimido a la sorpresa y luego a la paciencia de aguantar nuestra jodienda sólo atinó a decir, mintiendo descaradamente para no quedar peor:
―¡Nooooo!. ¡Si yo me estaba haciendo nomás!.
Las carcajadas continuaron, al igual que las chanzas y las bromas, y una madrugada más, acompaño las canciones que Eduardo y Fabián tocaban para que todos cantemos.
Pasó un fin de semana más y al llegar al siguiente, el sábado, ya estábamos en semifinales. En los dos partidos, que se jugaban en canchas no colindantes, estábamos pitando Héctor y yo, pero Fabián y Pablo también habían ido. No recuerdo los nombres de los contrincantes, pero sí los colores de sus uniformes. Uno era todo rojo y el otro, pantaloneta blanca y camiseta verde. Se jugaban dos tiempos de treinta y cinco minutos cada uno. Había muchos más padres de familia y allegados a los niños que jugaban esta semifinal , que en las instancias preliminares del torneo. Prácticamente copaban el perímetro de la cancha. Antes de empezar, apareció el tipo con quien habíamos arreglado el contrato y nos dio animo y nos respaldó delante de los entrenadores de los dos equipos a enfrentarse y algunos padres de los chicos, felicitándonos por la labor desempeñada hasta el momento y haciendo hincapié en que el árbitro escogido, o sea yo, lo había sido precisamente por mis buenas actuaciones. Que de los demás, uno estaba en la otra semifinal que había empezado hace unos minutos, también por su buen trabajo y que los otros dos árbitros, lamentablemente habían sido dejados de lado, porque sólo faltaban cuatro partidos: las dos semifinales, la final y el partido por el tercer puesto y que los escogidos éramos, el negro y yo. Uno de los presentes preguntó en voz alta:
― ¿ Y por qué no los ponen como jueces de línea?
―No, no hay necesidad ―dijo el que nos había contratado―. Además, todo el torneo se ha jugado así y no han habido problemas.
―¿Y si empatan? ―preguntó otro.
―Se cobrará tiros penales ―sentenció el jefe―.
Salieron de la cancha y los muchachos, que habían estado haciendo calentamiento con balón, tomaron sus posiciones en el rectángulo de juego, concentrados en jugar el partido, los dientes apretados y los músculos tensos. Algunos ya perfilaban sus frentes con sudor, más por los nervios que por el calentamiento en si. Grité a los presentes que se separan de las líneas laterales para que no obstaculicen el juego, me dirigí al centro de la cancha, llamé a los capitanes, efectué el sorteo de cancha y balón, ganaron los rojos que se quedaron en la cancha que habían escogido y antes que los verdes realicen el saque inicial, dije a los más cercanos de ambos equipos, las palabras que había pronunciado en todos los encuentros que había dirigido:
― ¡Vamos muchachos! ¡A ganar! ¡Jueguen limpio y nadie lo lamentará!. ¡Para continuar después de cualquier falta, jugamos con el silbato!. ¡Si yo no pito, la pelota no se pone en juego!.
Yo estaba tranquilo, ya tenía “cancha” y deseaba ejecutar mi trabajo de la mejor manera posible, para consolidar mi paso a la final. Quería consagrarme.
Levanté mi mano derecha, con la izquierda llevé el silbato a mis labios, lo hice sonar, con un pitido largo, fuerte y el partido empezó.
Las acciones eran equilibradas y no había predominio claro de ninguno de los dos equipos. Como el partido era clasificatorio, los niños estaban muy concentrados y no daban balón por perdido. Las opciones de gol no se presentaron. Las defensas se batían con denuedo y los delanteros pugnaban por marcar el ansiado tanto, que no llegaba y no llegó hasta que pité el final del primer tiempo. En la parte complementaria, con un par de cambios en su alineación, el equipo rojo empezó a tomar el control del partido y a tener el balón más tiempo en su poder, casi acorralando a los verdes en su cancha, por lo que, a excepción del arquero del equipo rojo, todos los demás participantes del encuentro estábamos en la cancha de los verdes. En uno de los consecutivos ataques rojos, el arquero de los verdes, un flaco alto para su edad, atrapó el balón luego de un tiro centro y lo lanzó rápida y fuertemente, hacia la cancha de los rojos, iniciando un contragolpe por la zona de su puntero izquierdo, sobrepasándolo y llegando hacia la línea final. Yo, que estaba en la mitad de la cancha de los verdes, empecé a correr hacia donde se había desplazado el juego y pude ver como el veloz punterito alcanzó el balón, lo tocó con la punta de su botín izquierdo hacia la derecha, se corrió en esa dirección unos cuantos metros hasta tener ángulo de tiro y con la derecha pateó la pelota que ingresó al arco, sin oposición del arquero, que se quedó estático, con su brazo izquierdo levantado, mientras yo llegaba recién a la mitad de la cancha, señalando el centro, soplando el silbato decretando el gol y mirando mi reloj, once minutos del segundo tiempo. No terminaba el sonido del pito, cuando el arquero de los rojos y sus tres compañeros que por efectos de la jugada, estuvieron mucho más cerca que yo de su arco, empezaban a correr hacia mi, diciendo:
― ¡Señor! ¡La pelota salió del campo! ―dijo el arquero rojo―.
― ¡Si el delantero de ellos le metió a la cancha después que el balón había salido! ―dijo un visiblemente irritado defensor―.
― ¡La pelota salió de la cancha!. ¡No vale el gol! ―dijo otro―.
― ¡El balón salió, señor!.
El respeto de sus tonos al reclamarme, me conmovía, pero yo no había visto salir el balón y por lo tanto me mantenía en mi decisión. Intenté explicarles y mirando al centro de la cancha dije:
― ¡La jugada es lícita!¡No vi salir el balón!.¡Vamos, saquen desde el centro!.
No bien terminaba de decir estas palabras cuando un murmullo ―al principio ininteligible para mi y luego muy claro― lleno de reclamos sensatos, unos y airados, otros, me hicieron mirar hacia atrás, para ver, con creciente preocupación, como lo que hasta hace unos minutos era la frontera de la cancha, unos pocos centímetros más allá de la línea lateral, se desplazaba a creciente velocidad hacia mi, con caras descompuestas, gestos muy elocuentes y voces elevadas, provenientes de padres de familia, parientes, amigos y partidarios del equipo rojo y por supuesto, de los entrenadores. Cuando estuvieron a dos pasos de mi, empezaron a formar un círculo a mi alrededor y comenzaron los reclamos, duros, a gritos, con algún exceso.
― ¡¿Cómo puede validar ese gol, no vio que la pelota salió más de un metro de la línea final?! ―escuché decir a un enardecido padre de familia.
― ¡Estás ciego!. ¡La pelota salió más de dos metros!.―dijo otra voz, que me pareció la del entrenador de los rojos, pero no estaba muy seguro, porque no lo vi.
― ¡¿Por qué no usas lentes?!
― ¡Que güevada de árbitro!
― ¡Árbitro ladrón!.
Y otras linduras aún más fuertes, pero eran tantos los reclamos, que las voces ya no tenían rostros. Yo, con la cara enrojecida por el miedo y la vergüenza de tener que soportar los insultos sin poder responder, porque eran muchos, y sobre todo, porque no podía perder la calma, ya que tenía todas las perder. Los padres de familia y los partidarios de los verdes también se habían acercado y el centro de la cancha ya estaba lleno con por lo menos unas ochenta personas. Yo sólo atiné a decir:
― ¡Yo no he visto salir la pelota!¡Como puedo no validar el gol!.
Los reclamos continuaban y ahora también las palabras y gritos de respaldo.
― ¡Eso te pasa por no estar cerca de la jugada, sinvergüenza! ―dijo un partidario de los rojos.
― ¡Nos estás robando, descarado! ―dijo otra voz.
― ¡Lo siento señores, mi decisión está tomada! ―dije, en un alarde de bravura.
― ¡Eso! ¡Un buen árbitro mantiene sus decisiones! ―dijo otra voz, que clarito estaba, era verde.
― ¡De seguro el Rodrigo Paz es amigo de los verdes y por eso los favoreces!.
― ¡Hágase respetar señor árbitro!. ¡Imponga su autoridad!.
―¡Mono tenías que ser para ser ladrón! ― dijo uno que ya se había percatado, por mi manera de hablar, que yo no era serrano. Y los enardecidos se iban calentando más y yo me ponía cada vez más nervioso y esperaba en cualquier momento un puñetazo o un golpe proveniente de cualquier parte, hasta que providencialmente apareció Oscar Zubía pidiendo tranquilidad y apaciguando los ánimos, y que cuando estuvo a mi lado, me preguntó por lo acontecido. Le expliqué, aceptando que había tantas posibilidades de que hubiera salido como que no, mencionando el estado del partido y que fue una jugada rápida y sorpresiva y además, ratificándole que me mantenía en mi decisión. Oscar pidió silencio y habló claro, relevándome de cualquier responsabilidad, explicando que el árbitro pita lo que ve y lo que aprecia, que el partido debía continuar. Unos aceptaron a regañadientes mientras que otros seguían increpándonos a ambos e incluso, un par de los jugadores del equipo rojo, tuvieron que aplacar a sus respectivos padres diciendo uno de ellos:
― ¡Ya papi cálmese!, ¡el señor árbitro no pudo ver que la pelota salió!. ¡No se equivocó a propósito!.¡Estaba lejos de la jugada!
Esas palabras provocaron el efecto milagroso de apaciguar casi de golpe a los poco renuentes padres que aún no aceptaban mi decisión. Un niño había notado claramente la realidad de la situación y aún sabiéndose perjudicado, entendía mi posición. Para garantizar el normal desenvolvimiento del resto del partido, Oscar Zubía llamó a un conocido suyo, un muchachón que trabajaba en jardinería en el complejo de LDU, que se encontraba cerca y dijo que ambos actuarían como jueces de línea en el tiempo que restaba. Ya a solas, en el centro del campo, acordamos las señales que me harían para indicarme sus apreciaciones. Cuando se alejaban a sus respectivas bandas, el muchachón que esperó que Oscar se aleje, me dice en voz baja: «Yo vi la jugada. La pelota salió como medio metro».
Ahí si me sentí culpable y ruin. Ahora sabía que los reclamos tenían razón, pero en ese momento ya no podía hacer nada. Reinicié el partido, y todavía faltaban veinticuatro minutos por jugarse. Intenté tranquilizarme ya que lo sucedido me había alterado mucho y lo que más necesitaba ahora, era calma, serenidad y nervios de acero.
El partido se reinició con el equipo rojo atacando con más furia que al principio, acicateados por la desventaja en el marcador y por la injusticia cometida. Pero ya no descuidaron la defensa. Las acciones se desenvolvían totalmente en el campo de los verdes. En mi fuero interno, yo deseaba fervientemente que se produzca el empate, para aplacar en algo mi conciencia, pero los minutos transcurrían y los verdes mantenían airosa su valla. Hubieron tres opciones muy claras de gol: dos que el larguirucho arquero de los verdes salvó manoteando al corner y otra que un defensa sacó apuradamente de la línea. En el transcurrir de los minutos, y al ver que los rojos no empataban, una idea empezó a tomar cuerpo en mi mente: Tenía que aplicar la famosa ―y odiosa también― ley de la compensación, para paliar mi error. No había otra. Los rojos no cejaban en sus intentos, pero la cerrada defensa verde salía airosa una y otra vez, aplicándose tan bien, que las pocas faltas que cometían, siempre se producían lejos de su arco. En una jugada, se produjo lo que yo más temía: Un contragolpe certero de los verdes, dejó solo a su centrodelantero frente al arquero rojo, al que eludió hacia la derecha con una finta, pero, felizmente, al superarlo se quedó sin ángulo y al desplazarse hacia la izquierda, para mejorar sus posición, trastabilló, permitiendo que el caído arquero se recupere y atrape la pelota, con las justas. Me volvió el alma al cuerpo. Ya iban veintinueve minutos del segundo tiempo y faltaban todavía seis por jugar. Los rojos no empataban y lo que es más, el esfuerzo empezaba a hacer mella en su físico y sobre todo en su moral. El arquerito rojo, sacando fuerzas no se de dónde, empezó a arengar a sus compañeros y se salía cada vez más de su arco. Sus palabras hicieron que los ánimos no decaigan y la feroz ofensiva continúe. A sólo dos minutos del final, se formó una melé en el área verde y se me presentó la oportunidad deseada: me pareció ―¿o quise?― ver que el balón golpeaba el brazo abierto de un defensor y sin dilación hice sonar el silbato y señalando el punto fatídico dije:
― ¡Penal!
Mientras los defensas empezaban sus reclamos y las voces del exterior de la cancha aprobaban y desaprobaban mi decisión, según el color de su preferencia, regresé a ver a Oscar Zubía, que se hizo el que no me miraba, con lo cual entendí su tácita aprobación, aunque sin comprometerse. Los rojos brincaban de la emoción y algunos se abrazaban . Los verdes, con desazón en sus rostros, articularon unos tibios reclamos, que no hicieron mella en mi decisión ―no lo iban a hacer nunca―.
En un tono que quería ser paternal, me dirigí a los verdes diciéndoles que sigan el ejemplo de los rojos, que aceptaron con deportividad mi decisión, en el gol validado a ellos. Que los problemas los habían causado los padres y no los jugadores. A regañadientes aceptaron el dictamen y entregué la pelota al cobrador designado, pensando y deseando sobre todo, que no falle, porque hasta allí podía llegar mi compensación. Los reclamos de afuera eran apagados por los vítores y manifestaciones de aliento de los partidarios rojos. El niño, con una tranquilidad asombrosa, puso el balón en el sitio marcado con tiza, miró al arquero, se dio media vuelta, caminó como seis pasos para tomar viada, dio otra media vuelta y se puso en “jarra”, mirándome, esperando la autorización del silbato para ejecutar la pena máxima del fútbol. En la cancha, doce voluntades unidas queríamos fervientemente que acierte. Me pareció que el arquero de los verdes era muy grande para la edad que debía tener y que el punto penal estaba muy lejos del arco. Le pedí a Oscar Zubía que se coloque junto a un poste, para que me ayude en caso de alguna acción confusa. Llevé el silbato a mis labios y pité. El cobrador rojo, emprendió carrera y cuando llegó al balón, le metió un puntazo, con toda el alma, a media altura, casi al centro del arco, mientras el portero se tiró a su lado izquierdo. Casi grito el gol. La ley de la compensación se había cumplido. Los rojos empataron y luego del saque de los verdes, no esperé más de medio minuto para decretar la finalización del partido.
Y allí se armó la gorda, porque el partido se debía definir por penales, en tandas de a cinco cobros ―no más de dos tandas si hacía falta― y si el empate persistía en cobros de a uno, hasta que alguien falle y exista un ganador, y los ánimos estaban tan caldeados contra el árbitro, que nadie quería que sea yo quien dirija los cobros. Oscar lo entendió rápidamente y tomó la batuta y mientras yo me escabullía muy discretamente, se dispuso a dirigir la primera serie. Ya cuando me alejaba, me encuentro con Don Balle, quien venía acompañado del dirigente que nos había contratado, de Pablo y de Fabián. Héctor traía su amplia sonrisa de oreja a oreja y los otros, una preocupación evidente. Ya sabían lo que me había pasado y el dirigente me preguntó:
― ¿Qué pasó, Bernardo?.
Le expliqué, lo más tranquilamente que podía y achaqué el error a la falta de jueces de línea. Él, mas preocupado que convencido, sentenció lo que ya me esperaba:
― Mañana la final la pitará Héctor y Pablo y Fabián serán jueces de línea. A ti, mejor es darte descanso.
No dije nada y el que haya agachado mi cabeza, era una tácita señal de aprobación. Aún la tenía muy caliente como para razonar en frío y lo que más quería era que nos fuéramos de allí. Así se lo dije a Chimpandolfo y a Pablo que se quedaron conmigo, una vez que Don Balle siguió con el dirigente.
― ¡La gran puta!¡Quisiera que me trague la tierra!¡Salgamos pronto de aquí!.
― ¡Tranquilo compa, si no la viste afuera no la podías pitar! ―dijo Fabián.
― ¡La cagada, compadre! ¡Y tu que querías pitar la final! ―dijo Toblipa.
― ¡Eso es lo peor!. ―asentí yo.
― ¡Vamos por partes, compadre!¡Lo peor sería que no nos paguen! ―me dijo Pablo, con una autoridad cercana a la razón―. Déjame que lo busco al moreno para irnos los cuatro. Hay que contarle a Jorge Kléber lo que pasó.
Al rato regresó Toblipa con Héctor y tomando el autobús, regresamos. En el camino, ellos me volvieron a convencer de la inexistencia de culpa y cuando llegamos a casa, me sentía bastante más tranquilo. Al día siguiente, los tres se fueron a Pomasqui mientras yo me dediqué a mis tareas universitarias. Cuando regresaron, contaron que todo había sido un éxito. Héctor dirigió muy bien y no hubo problema alguno y el comentario era unánime: «Se lució el moreno». Lo más importante, el martes había que ir a cobrar, a la misma oficina donde nos contrataron, a las once de la mañana. Como teníamos Laboratorio de Física, “Don Balle” y yo, no podríamos ir. Fabián tampoco, porque a esa hora estaría en su trabajo, así que Pablo y Jorge Kléber cobrarían y cambiarían el jugoso cheque.
El lunes, a la salida de clases, Héctor me contaba que el partido había estado suave y que al final, los rojos, que fueron los finalistas de mi malhadado partido, perdieron 3-1 sin atenuantes, frente a los consagrados campeones. Allí le conté, sin ambages, que mi gran aspiración era pitar esa final, como una manera de que sea reconocida mi pretendida aspiración de hombre justo, por primera vez confesada. El negro se reía y me pedía que no le diera demasiada importancia a lo acontecido. En el almuerzo donde la señora María, ya la clientela conocía algo del suceso y las bromas y chanzas no se hicieron esperar. Pablo y Fabián contaron la historia con tanto lujo de detalles que yo nunca dije que ellos no habían visto nada, porque le pusieron tanta gracia y exageración, que ni la defensa que me hizo la señora María pudo salvarme de las burlas. La mayoría se mofaba diciendo que al día siguiente todos cobrarían menos yo. Cuando me acerqué a la machaleña para invitarla a bailar el viernes, se despidió de mi con un «déjame ver si puedo, ñañito», que para mi, le quitó esperanzas al encuentro, con ese «ñañito» del final, demasiado amistoso.
Al día siguiente, cuando regresamos de la universidad, esperamos a los cobradores en el departamento donde vivíamos, en el dormitorio que compartíamos Pablo y yo. Ellos se aparecieron con el dinero, en dieciséis billetes de a mil, que me permití retirar de la mano de Jorge Kléber y lanzar al aire, ante el asombro de todos quienes sonriendo y diciéndome «estás de remate» los recogieron y lo repartieron entre cinco, para darle una parte a Jorge Kléber. Él, gentilmente la rechazó y nos recordó que al principio había hablado claro. Que con que lo invitáramos a comer y a unas bielas, bastaba. Así lo hicimos esa misma noche, en la “Casa China”, un gran chifa donde servían bastante y el ambiente era chévere. También asistieron Bolo, el Flaco Pechocho y, no faltaba más, el Chacal. Allí recordamos la mayoría de las situaciones pasadas en el campeonato, volví a soportar las burlas por el gol de la semifinal y tuvimos una velada de las nuestras. Con el dinero, me compré una cama de plaza y media con su colchón, la mesa, la lámpara y unas escuadras bien grandes para dibujo. Llegó el ansiado viernes, y al inquirir por la respuesta a la invitación, la machaleña me dijo, sin parpadear siquiera:
― No puedo ñañito, voy a salir con mi pelado.
F I N
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